VI.

137 59 44
                                    


Hacer el amor con Arturo fue una experiencia que no creo volver a tener en la vida. Mi falta de habilidad en este tema en un inicio no me permitió relajarme lo suficiente, conllevando a que el dolor de la primera penetración fuese un tanto desagradable. Sin embargo, mientras más apretaba, arañaba y gemía intentando encontrar el placer, más rápido iba llegando. Las llamas de las velas daban a la habitación un aura atrapante, somnífera.

No puedo regodearme diciendo que fue perfecto, pues a mi pesar, no lo fue. Si hubiese sabido en aquel entonces que incluso el sangrado de perder mi castidad iba a desatar mi maldición, entonces no habría expuesto a Arturo al horror de verme llorar en el que pudo haber sido el momento más feliz de mi vida.

Recordar a mi señor teñido de me había hecho muchas veces perder la cordura en esos meses.

El cómo despegué mis manos de su espalda para que mis garras no pudiesen hacerle daño, cómo cerré los ojos con pesar mientras las lágrimas no dudaban en salir, intentando que no notara el despertar de mi bestia interior. No; jamás me perdonaré eso. Jamás podré perdonarme ser lo que soy.

Intenté calmarme, mientras sus besos seguían por mi cuello mientras yo me debatía entre el placer de tenerlo encima y la agobiante sensación de perder el control en cualquier momento. Quería tocarlo, abrazarlo por la espalda y mover mis caderas para sentirlo mucho más profundo, pero aquello en mi interior había vuelto a estropear uno de los mejores momentos de mi vida.

«Lo siento...», fueron las únicas palabras salidas de mi boca.

Él me miró asustado, precavido. Su rostro reflejaba toda la sorpresa y espanto que en una situación tan poco convencional se podría tener. Luego de lo que pareció una eternidad no pude seguirlo mirando a los ojos, y no me quedó de otra que taparme el rostro con las manos, mostrándole mis largas garras en un acto por esconder mi humillación. Resopló, poniendo su mano en mi cabello y acariciando de forma tierna, para luego separarse de mí.

Las demás esclavas no dudaron en hacerme la existencia insoportable a partir de entonces, al enterarse de la noche que había pasado con nuestro señor, lo cual era para ellas, supongo, una amenaza. Madame Dalila tampoco dudó en castigarme casi a diario por cualquier cosa que hiciese mal. Nunca fui mandada al tronco y sabía el porqué, pero el rumor de los pasillos sobre mi futura venta hacía que no pudiese sentirme peor de lo que ya estaba. En mi condición emocional tuve que cuidarme de no hacerme algún daño. No tenía las fuerzas para aguantar mi maldición en caso de que saliera a la luz y temía perder el control y acabar destruyendo la vida que tenía en esa mansión.

Pero nada dura para siempre, y las palabras, por más que signifiquen una pequeña esperanza para sus receptores, son tan solo palabras.

Fui feliz en esta mansión, amé al baronet con extrema locura, pero ya todo era pasado. Transcurrieron seis largos meses y me encontraba en el mismo lugar, con el mismo perfume que tanto le gustaba a mi amo. Más un olor completamente distinto lo opacó, el olor a sangre.

Mi respiración se comenzaba a ralentizar, mi vista ya estaba perdiendo la bruma rojiza que la cubría. Aún me dolía la cabeza; la herida paró de sangrar, pero las punzadas de una horrible jaqueca se hacían cada vez más insoportables.
Todo a mi alrededor era sangre; mis manos, mi vestido favorito. Logré ver con normalidad y encontré a Arturo en una esquina de la habitación. Corrí hacia él, preocupada. Se encontraba tumbado, múltiples heridas se veían a través de su ropa completamente rasgada. Comencé a llorar, nerviosa.

«¿Qué demonios ha pasado aquí? ...»

Abrió los ojos y su mirada se encontró con la mía. Horror, esa es la única descripción que tengo para su expresión. Intentaba huir, y no pude entender de qué. Instintivamente me volteé a mirar a mis espaldas, mas no había nada, o casi nada; solo una habitación llena de cadáveres. Algo muy malo debió suceder, pero no recuerdo.

Di otro paso hacia él y volvió a retroceder. Me acerqué nuevamente, esta vez, agarrándole del brazo. Le pasé una mano por debajo del hombro y con pesar lo ayudé a ponerse en pie. Logré arrastrarlo hasta su alcoba y lo acosté en su mullida cama. Lentamente quité la dañada ropa, con cuidado de no tocarle las heridas. Arturo no me miraba, su vista se encontraba apagada, observando la nada. Corrí a encender las velas y recogí del suelo un bol. Agarré la falda de mi vestido y tiré de ella hasta romperla, caminé hacia el baño pues necesitaba un poco de agua para llenar el bol.

-Enseguida vuelvo, no se mueva, amo -dije apurada y me marché.

La tina de mi amo todavía estaba llena de agua caliente. Olía a hiervas, perfecto para curar las heridas. Regresé a la alcoba apresurada, dejando todo encima de un mueble y dando la vuelta para verlo. Él estaba de pie, malamente recostado sobre una de las columnas de la cama y en su mano portaba un fino sable que reconocí al instante; era uno de los que adornan la pared de la habitación.

El arma temblaba en su agarre, pero no dejó de apuntar en mi dirección. Comenzó a gritar palabras enredadas, pero entendí perfectamente una de las muchas cosas que dijo.

-Aléjate de mí, demonio.

-Señor Delorme, soy yo, Jade -dije intentando calmarlo, pero quien amenazaba con perder la compostura era yo-. Déjeme ayudarlo; está gravemente herido.

-¡No me toques! -gritó en cuanto me acerqué más-. Tu eres la causante de esto. Los has matado a todos. ¡Quisiste matarme a mí!

Luego de sus palabras comprendí todo. La rabia comenzó a consumirme mientras algo en mi interior, más fuerte que la tristeza o el arrepentimiento, consumió aquella pequeña parte humana que aún me quedaba. Lloré por la impotencia mientras recordaba las palabras del guardia de mi antigua aldea el día que todo comenzó: "La sangre puede una aliada, pero sin la debida preparación no será mucho más que una enemiga".

Intenté respirar profundamente para calmarme en lo que la resignación se asentaba en mi mente. Con el frío semblante de alguien que acababa de perderlo todo por segunda vez, di mi espalda a Arturo, saliendo de su habitación, de su mansión... de su vida.

«Si los humanos supieran el gran poder que tienen las palabras, quizás este podrido mundo fuese diferente. Hoy por primera vez me siento orgullosa de no ser humana...», pensé mientras caminaba despacio, bordeando los senderos de los amplios campos ubicados a pocas yardas de la mansión, vagando sin rumbo a lo desconocido, con todas las ilusiones y sueños rotos de un futuro que nuevamente se me había escapado de las manos.

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Sempiterno Corazón (Finalizada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora