XXIV.

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Mis ojos abrieron al sentir los primeros rayos de sol en mi rostro. Me encontraba algo aturdida, al punto de no recordar nada del día anterior. Intenté levantarme cuando un olor pútrido y lacerante invadió mis fosas nasales, mientras mi vista se clavaba al frente mío, el un cadáver putrefacto siendo devorado por varias auras tiñosas.

Quise gritar en aquel momento, pero solo pude contener la respiración para luego soltar por la boca todo lo que debí haber comido la tarde anterior. Giré mi mirada a los alrededores al acabar mis arcadas, encontrando otro cuerpo inerte tumbado bocabajo en el suelo, además de un reguero de sangre y dientes esparcidos en la hierba.

Volví a mirar al cadáver frente a mi y pude entonces reconocerlo; era Freud. Mi mente comenzó entonces a divagar, recordando poco a poco todo lo que había sucedido en la noche, y como mi cuerpo fue preso nuevamente de aquello que me había jurado en controlar. A la vez, no sentí rabia o pena, ya que mi convicción era mucho más fuerte: ellos tenían que pagar.

«Pagar...», pensé una y otra vez, hasta que caí en la cuenta de algo sumamente importante. Debía encontrarme con Arturo.

Suponía que me encontraba al otro extremo del bosque, a más de cuatro horas del pueblo. Maldije la hora en que me volví una cobarde y decidí dejarlo todo atrás, poniendo en mayor peligro a aquellos que me importaban. Necesitaba volver, aún si eso fuese muy peligroso; esta vez no dudaría en usar el poder que tenía a mi favor.

Así que lo usé...

Agarré una piedra puntiaguda del suelo, la cual se encontraba extrañamente manchada de sangre y con pedazos de piel incrustados. La volteé hacia el lado limpio y con este rasguñé mi brazo, haciendo salir un fino hilo de sangre. Nada. Ejercí mayor presión, cortando a mayor profundidad hasta llegar a la vena, y fue entonces que comencé a sentir la maldición fluir por mi cuerpo, transformándome. Sin embargo, la tenía completamente controlada, y eso era muy bueno.

Obviando el intenso dolor en mi pecho, y dejando de lado mis pertenecías, corrí lo más rápido que pude hacia donde creía que se encontraba el sendero, guiándome solamente por la disposición de las nubes y el sol, mientras la vegetación no me lo impidiese. A menos de lo que supuse, fueron diez minutos, ya había encontrado el camino.

Tomé aire aliviada y continué, esta vez sin importarme ser descubierta, sin hacer miramientos a la sangre seca en la capa que traía puesta o a mi deplorable estado en general. Corrí hasta que mis pies dolieron y la maldición se calmaba, cortándome, arañándome y flagelándome de todas las formas posibles con tal de seguir corriendo el trayecto de vuelta hacia el pueblo.

Corrí hasta que ya mi cuerpo cayó sin fuerzas, con la rabia de ver tan cerca la salida, y tan lejos para mí, al no poder dar un paso más. Me quedé tumbada ahí, hambrienta y mareada por la fatiga y la pérdida de sangre que había sufrido.

Pero el Gran Padre estaba misericordioso, para variar. Por lo cual al cabo de una hora más o menos, ya tenía a un pobre infeliz manejando una carreta con pasto y verduras, al cual no dudé en acudir, utilizando todos los encantos que aún me quedaban.

-¡Señor! -grité, agitando los brazos para llamar su atención. Él se detuvo en medio del sendero, a unos pasos de mí-. Señor, necesito de favor que me adelante a Denneb. He estado vagando por horas, a expensas de animales salvajes y hombres ruines en la oscuridad de este inmenso bosque.

-¡Pero, joven criatura! -exclamó al verme bien-, sola y tan desprotegida en este sitio lleno de vándalos. Sube, sube que yo te llevo.

-No sé ni como agradecerle -dije muy aliviada-. Pensé que moriría aquí perdida. Oh, gran señor, muchísimas gracias.

Sempiterno Corazón (Finalizada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora