XXV.

49 16 19
                                    

No podía sacarme aquella imagen de la mente mientras avanzaba sin siquiera dudar, hasta donde mis pies instintivamente me estaban llevando. Recorrí un extremo a otro del pueblo, escuchando los murmullos, los gritos viscerales de las personas a mi alrededor; siendo atacada por baldes de agua sucia, de estiércol y basura podrida, mientras agarraba, penosamente en el intento de protegerla, la cabeza sangrante mutilada de Arturo sobre mi pecho.

Sucia, golpeada y empapada, seguí mi camino hasta salir del pueblo hacia el territorio al que iba dirigida, rumbo a los terrenos donde varios años había sido presa del sufrimiento, de la impotencia, del compromiso hacia aquellos que creía que me amaban, y que yo creía amar también. Sin embargo, era toda una ilusión, y por fin, ese día comprendí que ya era suficiente, que los humanos eran seres frágiles tanto de mente como de corazón, seres que no valía la pena proteger ni amar.

Quizás había sido por eso que Raphael nos separó un día de ellos, para que no pudiésemos hacerles daño, pero sobre todas las cosas, para que ellos no pudiesen dañarnos a nosotros. Pero Raphael nunca contó conque una de sus hijas sobreviviría al primer contacto, y se quebraría tanto con los años por culpa de aquella raza despiadada, al punto de odiar más de sí misma su lado humano que su lado maldito.

Aferré más a Arturo hacia mí, evitando mirar su rostro muerto sin expresión alguna. Las lágrimas salieron al fin, una vez que dejé de ver pueblerinos a mi alrededor y solo quedaba un campo abierto, con un extenso camino por el cual me dirigía a mi punto de origen. Lloré en silencio mientras avanzaba, lloré al recordar aquellos años a su lado, aquellos errores cometidos. Lloré por lo que no pudo darme, y por todo lo malo que yo le di. Había pasado tanto tiempo odiando a una persona por haberme querido muerta, cuando había sido yo misma quien terminó destruyendo todo lo que él tenía. Y, sin embargo, me amó. Me amó, aunque no lo reconociese, al límite de su propio raciocinio, dejándomelo claro en el contexto de su propia muerte.

«Te amo, pequeña...», esas habían sido sus últimas palabras, al haberme distinguido entre la muchedumbre.

Y había llegado al fin, mirando frente a mí, el enorme palacete del conde Greelard, lugar del cual debía haber escapado hace muchísimo tiempo atrás sin importarme nada ni nadie. Respiré profundo y crucé el muro de piedra que lo delimitaba, siguiendo firme hasta acercarme muchísimo más a la entrada. Los perros comenzaron a ladrar y no faltó mucho para tener a unos cuantos guardias y vasallos frente a mí, impidiéndome el paso, con armas en las manos para atacarme en cuanto bajase la guardia. Resultaba ridículo el pavor que me tenían, teniendo en cuenta que a simple vista yo no era mucho más que una simple mujer indefensa.

Separé la cabeza de Arturo de mi cuerpo, subiéndola hasta la altura de mi rostro. Cerré los ojos y le deposité un pequeño beso en los labios, para luego ponerla cuidadosamente en el suelo a un lado mío.

Los hombres frente a mí me miraban fijamente, algunos se tapaban la boca para aguantar las arcadas provocadas por la repulsión de mi acto anterior, pero ¿qué querían?, necesitaba un beso de la suerte que me hiciese recordar el porqué estaba ahí nuevamente, con una intención clara.

Busqué en algún lugar de mi falda, la daga que llevaba conmigo desde días atrás. Los hombres, al verme armada, dieron unos pasos en mi dirección, precavidos. Yo alcé el arma al frente y reí, no sé ni porqué. Definitivamente estaba quebrada a esas alturas. Agarré con fuerza el puñal de la daga, sin dejar de reír, cortando con esta la muñeca de mi brazo libre; luego, aún inconforme, comencé a subir, cortando y contando trozos de piel por todo mi brazo, yendo luego hacia la unión entre mis clavículas y bajando lentamente hasta el escote de mi vestido. El dolor de la carne abierta era extrañamente abrazador y estimulante.

-¡Tiene los ojos rojos! -gritó una voz familiar a una distancia prudente. Era Greelard desde la altura de un balcón-, no dejen que se siga flagelando. ¡Atrápenla de una maldita vez!

Y todos se abalanzaron hacia mí, con sus hachas, cuchillos y demás armas, mientras yo no podía dejar de mirar hacia arriba, justo a los ojos de aquel a quien quería justo entre mis garras. Los imbéciles eran lentos, demasiado lentos para mí, por lo que no me fue difícil esquivarlos y matarlos de uno en uno.

«Directo al corazón...», volvió a gritar Greelard, aventando su bastón una y otra vez contra la piedra del balcón donde se encontraba.

Pero era demasiado tarde, no hubo un solo hombre que fuera capaz de llegar a mi corazón, dejándome solo con pequeños rasguños por aquí y por allá que solo había empeorado la situación para ellos. Una vez acabado mi acto volví a mirar hacia arriba, pero el conde ya no estaba a la vista. Di la vuelta entonces, para volver a agarrar a Arturo, pero algo que no esperaba me hizo helar los huesos.

Al parecer, un maldito desgraciado se había logrado salir de mi campo visual, bordeándome mientras yo me desquitaba con sus compañeros. Este agarraba con asco la cabeza de Arturo por su cabello, apuntando una antorcha en llamas hacia él. Comencé a temblar, caminando lentamente hacia él con las manos extendidas, suplicando en pequeños susurros que me la diese, y podría considerar perdonarle la vida. Es más, juro que se la iba a perdonar si me la hubiese llegado a dar.

Pero no lo hizo...

El calor provocado por la llama de la antorcha llegó al cabello suelto de Arturo, prendiéndolo con rapidez hasta que aquel malnacido tuvo que soltarla. Yo corrí desesperada a agarrarla antes de que cayese al suelo, intentando apagar la llama antes de que arruinara su rostro perfecto.

El hombre, al verme tan cerca de él, terminó por arrojar la antorcha a un costado, corriendo a las afueras del palacete cuando me distraje en preservar a Arturo. Yo lo dejé marchar, cansada de matar a gente que no me interesaba, haciendo cada vez más visible mi objetivo. Lo más gracioso de aquello era cómo, de la peor forma posible, había podido aprender a controlar mi maldición. Si, aquel demonio desquiciado era yo, sin haber sido dominada por mi propia sangre.

Volví a levantarme y me sacudí el polvo, agarrando la antorcha aún encendida y caminando por encima de la pila de cuerpos mutilados a la entrada del palacete, doblando hacia la parte trasera del mismo rumbo a los establos, sin antes haberme encargado de los molestos perros de caza primero, así como de todo aquel inoportuno esclavo o sirviente que se cruzase en mi camino. No fue hasta que una figura nostálgica me impidió el paso, con mirada horrorizada, pero sin vacilar o huir.

-¡Meggias! -exclamé algo contenta-. Sabes, Meggias, si me aguantas a Arturo un ratito prometo que no te mataré.

Quiero hacer un llamado al amor y la paz 😂🙏❤ y a que mis lectores no quieran matarme luego de estos dos últimos capítulos jajajaja

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


Quiero hacer un llamado al amor y la paz 😂🙏❤ y a que mis lectores no quieran matarme luego de estos dos últimos capítulos jajajaja.

Saben que la historia debe seguir un rumbo que, aunque ni a mi me guste, tiene que coincidir con lo contado en la primera novela de la trilogía (Almas Sempiternas, la cual próximamente encontrarán en físico).

Sempiterno Corazón (Finalizada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora