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Era Navidad, otra vez. Harry Styles hizo una mueca y pensó que no tenía tiempo para las bobadas, las extravagancias y las payasadas de borrachos típicas de esos días, ya marcados por la falta de concentración, el aumento del absentismo y la reducción de la productividad de sus cientos y cientos de trabajadores. Enero nunca había sido un buen mes para el margen de beneficios.

Además, tenía asociada la Navidad a la muerte de su hermano menor, Olly. Habían pasado tres años, pero no lo olvidaba ni un momento.

Su hermano, tan brillante y prometedor, había muerto por culpa de una fiesta que él mismo había organizado. Una de las invitadas se emborrachó y cometió el error de ponerse al volante de un coche. Desde entonces, su sentimiento de culpabilidad ahogaba hasta los recuerdos más felices de Olly, a quien sacaba diez años de edad y a quien quería más que a sí mismo; especialmente, porque habían discutido unos minutos antes de su muerte.

Pero el amor siempre dolía. Harry lo había aprendido de muy joven, cuando su madre los abandonó a él y a su padre para marcharse con un hombre adinerado. No la volvió a ver. Su padre se desentendió de sus responsabilidades como progenitor y se lanzó a una serie de fugaces aventuras amorosas, una de las cuales terminó con el nacimiento de Olly, que se quedó huérfano a los nueve años por parte materna.

Cuando lo supo, Harry le ofreció un hogar. Y probablemente había sido el único acto de generosidad del que no se había arrepentido. Por mucho que lo echara de menos, aún se alegraba de haberlo tenido a su lado. La entusiasta forma de ser de Olly había mejorado brevemente su vida de obseso por el trabajo.

Sin embargo, ahora estaba condenado a vivir en un castillo que ya no le parecía un hogar. De hecho, nunca habría comprado Bolderwood si a Olly no le hubiera encantado lo que a él le parecía una monstruosidad gótica con torretas. Obviamente, podía buscar esposa y esperar a que lo abandonara y se quedara con el castillo, con sus hijos y con su fortuna, pero la perspectiva no le agradaba en exceso.

Como hombre rico, estaba acostumbrado a que las mujeres avariciosas y dominadas por la ambición se arrastraran a sus pies. No importaba si eran altas o bajas, sinuosas o delgadas, rubias o morenas; todas estaban cortadas por el mismo patrón. Y a sus treinta y un años, Harry estaba tan cansado de experiencias sexuales con ese tipo de mujeres que se había empezado a replantear seriamente lo que consideraba atractivo en una mujer.

Al menos, ya sabía lo que no le gustaba. Le aburrían las descerebradas, las arribistas y las esnobs. Las coquetas que se reían tontamente le recordaban su juventud desperdiciada, y las mujeres de carrera solían estar tan centradas en sí mismas que rara vez eran buenas amigas y buenas amantes. O eso o no podían mantener una relación sin hacer planes a largo plazo sometidos a sus conveniencias.

Cuántas veces le habían preguntado si quería tener hijos, si era fértil, si tenía intención de sentar la cabeza algún día. Y no, Harry no tenía intención. No se quería arriesgar a sufrir una desilusión tan grande, sobre todo, porque la muerte de Olly le había enseñado que la vida podía ser increíblemente frágil. Estaba decidido a seguir solo y a convertirse en un viejo cascarrabias, exigente y muy rico.

–Siento molestarlo, señor Styles.

La voz que se oyó era la de Karen Harper, su directora gerente en AeroCarlton, pero Harry tardó unos segundos en reconocerla. Acababa de adquirir la empresa, que se dedicaba a la fabricación de piezas de aviones, y todavía no se había familiarizado con la plantilla.

–Quería asegurarme de que mantiene el apoyo al programa de rehabilitación de presos con el que empezamos a colaborar el año pasado –siguió Karen–. Como quizás recuerde, New Start, la ONG que lo organiza, nos envía aprendices que cuentan con su confianza. Mañana nos llega una mujer que se llama...

Inocente - Harry StylesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora