9. Vivian

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El domingo al caer la tarde vio a Ángela por primera vez. Había sido duro, mucho, verla rodeada de todas aquellas máquinas y enchufada a un respirador mecánico. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera dormida y no en coma, y una cicatriz bastante extensa cruzaba su frente. Los moratones estaban por todos lados, aunque no se hubiera roto ningún hueso y la columna estuviera intacta. Al verla, había sido incapaz de reprimir el llanto. Su hermana, aquella chica dulce que nunca había hecho daño a nadie, la muchacha de la que todos hablaban maravillas, había sufrido un accidente por culpa un conductor borracho que se dio a la fuga. Un cobarde y trozo de basura humana había mandado a Ángela a los limbos entre la vida y la muerte.
Los médicos y las enfermeras decían que había tenido suerte, y ella quería creérles. Pero cuando se sentaba a su lado y la veía allí tendida, cuando le daba la mano o le hablaba como las enfermeras le indicaban... tenía la sensación de que su hermana realmente no estaba allí, que en cualquier momento podía perderla para siempre.

Aquel martes, por suerte, se notaba algo más animada. Había tenido un sueño muy vívido en que su abuelo le decía que Ángela viviría, que todavía no había llegado su momento y que allí en el cielo, donde él estaba, nadie la esperaba aún. Se lo había contado a sus padres nada más se encontró con ellos en el hospital esa mañana. Su padre había derramado un par de lágrimas, y para su madre aquellas palabras habían sido el aliento que durante días había necesitado.

—Muchas gracias, cariño, por contárnoslo —le dijo Alejandro—. Por supuesto que Ángela va a salir adelante, eso es algo que ni siquiera tienes que dudar Vivian.

Su madre la abrazó y le dio las gracias por aquellas palabras. La joven no era consciente de todo el bien que aquel relato les había hecho a sus padres. Se trataba de esperanza, y de fe. Se trataba de marcar la diferencia entre dejarse llevar por la desolación o confiar una vez más en que las cosas saldrían bien.
Se alejó de la habitación y salió al pasillo. Miró la hora, apenas eran las nueve de la mañana y se había acostado muy tarde la noche anterior. Estaba agotada, no había dormido bien desde aquella llamada que la llevó a subirse a un avión. Las noches se le hacían insufribles, con todos aquellos pensamientos catastrofistas sobre el futuro de su hermana. No era capaz de desconectar de la realidad ni dos minutos al día. Ni siquiera en sus sueños.

Torres y Miranda estaban al corriente del estado de Ángela. En esos momentos, y pese a tener a su familia con ella, sus amigos eran su gran fuente de apoyo. Con ellos podía compartir todos sus temores sin ser juzgada o señalada como una mala persona. Podía desahogarse sin miedo a las palabras que salían por su boca. Sin miedo a ofender o herir a nadie. Solo era ella, expresando su dolor del modo en que sabía.
Marcó el número de Miranda y se sentó en uno de los bancos del parque. Necesitaba salir del hospital un rato, hablar con alguien que no fuesen sus padres.

Miranda contestó al poco tiempo, y estuvieron hablando largo y tendido de las nuevas indicaciones y pronósticos de los médicos.

—No lo sé, Miranda, todos dicen que se va a poner bien, que todo quedará en un susto y que no tardará en despertar. Pero estoy muy asustada, y puedo ver en mis padres que ellos también lo están, aunque intenten confiar en los médicos.

Vivi, sé que es difícil. Y duro y triste ver a tu hermana así. Pero todo lo que tienes en estos momentos es la palabra de esas personas, la ciencia y tu capacidad de confiar en ellos. Si ellos dicen que se pondrá bien, entonces...

—Es que se pondrá bien —concluyó la pelinegra. Y por lógica y predecible que pareciera la conclusión de Miranda, esta la reconfortó hasta el punto de hacerla recuperar cierta tranquilidad.
Miranda tenía razón. Si los médicos y todo el personal sanitario decían que Ángela iba a estar bien, así lo sería.

Cuando colgó, pasó por la cafetería del hospital para comprar un par de cafés a sus padres. Su madre pasaba las noches con Ángela, y su padre iba directo al hospital nada más acabar su jornada de noche. Le había pedido al jefe de la hidroeléctrica que le cambiara el horario laboral al menos hasta que su hermana estuviera algo mejor, para poder así pasar la mañana o la tarde junto con ella.
Los dos se mostraban tan entregados que más de una vez Vivian les recordaba que debían comer y dormir. Se estaban desviviendo de manera literal por Ángela.
Con los cafés en mano, subió a la planta donde su hermana estaba ingresada, teniendo que pasar sin más remedio por delante de los baños, tapándose la nariz.
No sabía cuál era el problema en ese hospital, pero los baños siempre olían a suciedad y a mierda. Literalmente a mierda.
Tal vez alguien debería echar un vistazo a las alcantarillas, formuló para sus adentros antes de perderse en el pasillo de la unidad.

La historia que nunca ocurrióWhere stories live. Discover now