12. Vivian

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Había visto a Luke Bennet en el lugar más impensable, en el momento que más agradecía no saber nada de él. 

Dos años de llorarle como a un muerto e intentar prosperar se habían ido a pique nada más ver sus ojos. No entendía qué mal había podido hacer ella para merecer tal castigo. No era justo, sin duda no lo era. Lo había intentado todo por tal de olvidar aquella mirada que la perseguía desde su adolescencia. Había tenido que tomar decisiones dolorosas, cortar lazos que realmente le importaban, todo para que ahora, ante el simple destello de sus pupilas, sintiera que volvía a caer de bruces en aquella espiral de locura. Debía ser una broma del destino, una jugarreta de un universo demasiado aburrido en sus quehaceres diarios. 

La tensión no abandonó su cuerpo ni siquiera cuando estuvo frente a la habitación de su hermana. Hacía apenas quince minutos estaba en la floristería de la ciudad, comprando un ramo de flores y unos globos de helio para la habitación de Ángela, tan inmersa en su propio mundo y tan ajena al encuentro que tendría momentos después. Ahora juraría que no habría sido capaz ni de articular dos palabras seguidas sin que le temblara la voz. Por suerte para Vivian, sus padres no se encontraban allí, hecho que, pese a sorprenderla, la alegró. 

Se sumergió en la habitación y se centró en los distintos olores que allí la impregnaron. Olía a limpio hermético, como siempre, y a enfermedad y a temor y a pomadas. Pero además, ese día al acercarse a su hermana mayor pudo percibir también un olor aflorado que de seguida distinguió. Era el perfume de Ángela, el mismo que de niñas habían compartido y que hasta la actualidad su hermana había seguido usando. Aquello debía ser obra de su madre, no lo ponía en duda, pues aunque eran varias las enfermeras que después de ducharla tenían la delicadeza de aplicarle un poco de colonia en las muñecas, el aroma de aquel perfume era inconfundible. Se sentó sobre la cama con cuidado de no tocar ningún cable o estropear cualquiera de los aparatos a los que no conseguía poner nombre. 

Tenía el corazón en un puño ya antes de entrar, desde hacía días, ciertamente. Pero aquel acontecimiento en los pasillos del hospital la había derrumbado más aún, si es que aquello era posible. Miró a Ángela, las largas pestañas a las que Vivian siempre había envidiado reposaban ahora sobre sus pómulos con una delicadeza casi extraterrenal. Sus labios entreabiertos seguían viéndose carnosos, pues ella misma se encargaba de aplicarle crema labial varias veces al día, y, aunque Ángela no era capaz de respirar correctamente por sí misma en aquellos momentos, la mascarilla que cubría parte de su cara no le había quitado ni un ápice de su representativa armonía facial. La contempló en silencio, intentando hacer caso omiso al nudo que empujaba su garganta. Pero entonces le vino a la mente la mirada de Luke, como una chispa fugaz, y sin poder resistirlo más, rompió a llorar. Su mano apretaba la de Ángela mientras las lágrimas le impedían ver más allá de su propia nariz. Maldijo en voz baja, repitió una y otra vez a Ángela que la quería, se dijo a sí misma que todo estaría bien, que pronto las cosas habrían pasado y todo volvería a la normalidad. 

Se había prometido a sí misma no derrumbarse en aquella habitación, ser fuerte para ella y para su hermana. Pero la promesa había sido rota de improvisto, sin que ella pudiera hacer otra cosa que rendirse a los deseos de su cuerpo. Cuando se calmó un poco, recordó todas aquellas veces en que quienes cuidaban a su hermana le habían dicho que le hablara, que le contara las cosas como si Ángela estuviera despierta y lúcida. Fue así como le habló de Luke, del gran choque que había supuesto para ella encontrárselo aquella mañana y cómo, durante los dos años que estuvo fuera de casa, se las apañó para no tener que pisar ni un solo día las calles del pueblo donde se había criado. Le pidió perdón. Juró que a partir de ese momento nadie ni nada la iba a alejar de ella y de sus padres, que ninguna persona, viva o muerta, ni siquiera Luke Bennet, volverían a hacerla perder la cordura.  

—Te quiero, Ángela —dijo antes de salir de la habitación. 

Salió del hospital con prisas, intentando no mirar mucho los distintos pasillos con los que se iba cruzando. Iba cabizbaja, desviando la mirada cada vez que se encontraba con algún chico próximo a su edad y por un instante el corazón le daba un vuelco. Al llegar a casa saludó en voz alta con efusividad, sin saber realmente si sus padres ya habían llegado o no. Subió a su habitación y se encerró en el baño dispuesta a darse una ducha que acallara todos sus demonios. Las gotas se deslizaron sobre su piel como un bálsamo reparador que iba aliviando su dolor a medida que llegaba a cada una de las partes de su cuerpo. El agua parecía decirle que iba a estar allí para ella, que iba a cuidarla hasta que las cosas mejoraran y que, incluso entonces, no la abandonaría en manos de la suerte.  

Se frotó las mejillas con suavidad, luego los ojos y al final la frente. El llanto le había causado estragos, y sentía que la cabeza le palpitaba. Intuyó sin mucho esfuerzo que sus ojos seguirían rojos, puestos a delatarla si alguien la veía en ese instante. Se frotó el pelo con suavidad, esparciendo el champú hasta llegar a cada recoveco de su cuero cabelludo, y luego lo aclaró con calma con la manguera de la ducha. Cuando hubo terminado de lavarse entera, se envolvió el cabello con la toalla y se arropó con el albornoz. Se tumbó en la cama y prendió el pequeño calefactor que, en unos segundos, acabó con el frío que invadía la habitación. 

Solo entonces, sintiendo de nuevo que aquellas cuatro paredes volvían a ser su fortaleza y sus aliadas, tuvo el valor de aproximarse al estante y tomar entre sus manos la libreta roja en la que tantos secretos había escondido. 


La historia que nunca ocurrióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora