17. Vivian

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El bar del pueblo era uno de los muchos lugares por los que no había vuelto a pasar. Aquella noche, sin embargo, algo en su cuerpo le pedía un trago. Era viernes, y estaba sola. Se sentía decaída, como el resto de días de la semana, y no tenía a quién acudir. Su padre estaba trabajando. Su madre, con su hermana en el hospital. Ella no tenía ni a un solo amigo allí en Geollen, y ya no quedaba ni rastro del subidón que había tenido el otro día cuando fue a correr. 

No sabía si irse a beber sola en aquel bar de poca monta sería la cúspide del ridiculismo, o si luego la gente del pueblo hablaría. Pero aquello la traía sin cuidado. Que hablasen todo lo que quisieran, necesitaba aquello casi tanto como el aire para respirar. Mandó un breve mensaje a Miranda contándole lo que iba a hacer y se guardó el móvil en el bolso. Contempló su reflejo una vez más en el espejo. Se había puesto unos vaqueros oscuros y un top granate de manga larga. Dos aros plateados, que nunca podían faltar, asomaban por su pelo a la altura de las orejas, y el flequillo, ahora ya casi inexistente debido al pasar de los meses, quedaba recogido tras sus orejas. Estaba demacrada, pero aún así consiguió verse mona, o eso pensó cuando se dedicó un último vistazo. 

El abrigo le pareció insuficiente cuando el viento empezó a soplar. Sintió que de un momento al otro comenzaría a volar si se le ocurría alzar los brazos, así que se abrazó a sí misma y aceleró el paso. Cuando vio el cartel neón se acercó todavía con más prisa y abrió la puerta. De inmediato, un olor a alcohol la invadió, y lejos de sentir náuseas, tal y como le pasaba a su amigo Torres, sintió el deseo apoderándose de ella. Necesitaba aquello, desinhibirse un rato, llorar a mares si hacía falta o reír como una loca. Y sabía que eso, en su actual situación, era imposible a menos que el alcohol contribuyera. 

Paseó la vista por el local. Estaba bastante tranquilo, y solo había unos cuantos viejos de la zona que la analizaron de arriba abajo con curiosidad. Mejor, se dijo. Así evitaría encontrarse con viejos conocidos. 

Caminó hasta la barra, donde tomó asiento en uno de los taburetes. El barman se dirigió hacia ella con el andar pesado. Reconoció en seguida al viejo Joe, y llegó a la conclusión de que el paso de los años le había hecho más mal que bien. Él, sin embargo, no la reconoció. O si lo hizo, no se lo dejó saber. No es que fueran amigos ni nada parecido, pero su padre sí conocía bastante bien a Joe. Habían ido juntos al colegio, y durante algunos años incluso habían llegado a ser buenos amigos. 

—¿En qué la puedo ayudar, señorita? —fue todo y cuanto le dijo.

Pidió un ron con Cocacola. Y después otro. Y no supo cuándo ni cómo pero cerca de las doce de la noche llevaba ya más de tres cubatas y tres chupitos encima. Se sentía extasiada y con un frenesí que llevaba mucho sin sentir. Su voz sonó arrastrada cuando osó pedir otro chupito. Joe la miró con reproche detrás de la barra, pero el dinero era el dinero, y al final le acabó sirviendo lo que ella le había pedido. Cuando el tequila entró en contacto con su garganta, esta le ardió. Pero fue apenas un instante, en el que hizo una mueca, y después ya no quedó ni rastro de aquel sabor. 

Se sentía libre, valiente, con todas las agallas que usualmente no encontraba. Si hubiera estado en una discoteca se habría subido a la tarima a subir y bajar el trasero todo lo que hubiese podido. Pero allí, rodeada de hombres sesentones, no podía más que reír y decir alguna que otra estupidez a cualquiera que se sentara a su lado. La Vivian comedida y reservada no existía en esos momentos. Descolgó el teléfono, molesta, cuando sonó el timbre indicando que alguien la llamaba. Al ver que se trataba de Miranda, ensanchó una sonrisa. Su amiga, Miranda, a la que tanto quería, la estaba llamando. A ella, a Vivian, la borracha que tomaba sola en el pueblo mientras su hermana estaba inconsciente en una horrenda cama de hospital. 

—¡Miranda! —saludó, chillando tan alto que acaparó la atención de todas las personas allí presentes. Como no se enteró —a decir verdad, no se enteraba de nada en esos momentos—, prosiguió hablando con el mismo tono ensordecedor—. Estoy muy sola —se lamentó arrastrando cada una de las vocales. Al otro lado Miranda intentaba decirle que parara, que tenía que calmarse y más si estaba sola. Pero de nada sirvieron sus intentos, Vivian apenas escuchaba su propia voz—, pero estoy ¡feliz! ¡Muy, muy, muy feliz! No tienes ni idea de todo lo que... 

Todo pasó muy rápido. Levantó las manos con entusiasmo y de un momento a otro sintió que sus dedos ya no sujetaban nada.
El móvil voló por encima de la cabeza de un Joe muy sorprendido y asustado. Alguien gritó con fuerzas cuando el aparato chocó contra una de las vitrinas, haciéndola estallar en mil pedazos. El gato, Banksy, que entre todo el pueblo tenían medio adoptado, dio un salto del susto que se llevó y se ancló con las uñas en la calva de un anciano que de inmediato se puso a maldecir. De pronto, a lo lejos Vivian vio como alguien le atestó un golpe en la cara a un hombre en silla de ruedas, y este, no sin los jadeos sorprendidos de varios presentes y bajo varias miradas con ojos como platos, se levantó de la silla y le atestó con un jarrón en la cabeza. En un segundo, el apacible bar de Joe se convirtió en un foco de furia, agresiones e improperios. 

La chica quedó petrificada en su asiento. Por la cabeza se le pasó que ella había sido la causante de todo aquello, pero sus neuronas parecían estar bloqueadas, siendo incapaz de procesar nada de lo que estaba pasando. Una carcajada escapó de sus labios sin que pudiera hacer nada por remediarlo. La estampa ante sus ojos le parecía de lo más gracioso. El señor de la esquina, todavía con Banksy en la cabeza, se levantó con furia y empezó a pelear con el gato para quitárselo de encima. A su lado, una mujer que debía rondar los cincuenta años le gritó al anciano para que dejara a Banksy en paz, y entonces lo emprendió a empujones. En la lejanía, el cojo seguía envuelto en una pelea de lo más acalorada, y había quienes continuaban alucinados diciendo que era un milagro. 

Vivian siguió riendo y riendo, hasta que sus pulmones no pudieron más y tuvo que tranquilizarse para no ahogarse. Todo a su alrededor era como sacado de una película, y ella era la espectadora. Pero hubo algo que le pasó desapercibido, culpa de su estado de embriaguez. 

Dos ojos oscuros la habían estado contemplando desde una esquina de la tasca. Su dueño, aunque enfadado con él mismo y algo confundido, había sido incapaz de quitarle la vista de encima en las dos horas que llevaba allí. Ahora la miraba con más extrañeza que nunca, aún cuando una parte de su ser quería reír junto a ella. 

La morena no era capaz de acallar sus carcajadas, ajena a la mirada que seguía todos sus movimientos. Ella solo quería reír y reír y reír, y después seguir riendo. Mas sus ánimos cambiaron cuando vio cómo el viejo Joe se acercaba a ella con un semblante más que enfadado. Tragó saliva con dificultad. Puede que su realidad estuviera algo distorsionada por el alcohol, pero aquella mirada le infundio un terror inmediato que la hizo ponerse alerta. O al menos eso intentó, porque en cuanto se levantó del taburete, todo el mareo que no sabía que podía llegar a tener se instaló en su organismo. Se tambaleó al dar un paso, y la imagen de Joe dejó de ser nítida. Dio otro paso, con una sensación de pesadez en la cabeza que no supo interpretar. Y cuando quiso avanzar un poco más, vio el techo en el suelo y el suelo en el techo. Supo ahí, que iba a desmayarse. Pero el golpe no llegó. 

La historia que nunca ocurrióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora