Capítulo 20

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Me dolía todo el cuerpo

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Me dolía todo el cuerpo. Desde las falanges de los dedos de las manos hasta la punta de los pies. Sentía que estaba acostado encima de una nube, y que todo a mi alrededor estaba demasiado lejos de mí. Escuché la voz de mi madre, y que colocó algo frío en mi frente. Inmediatamente me estremecí de pies a cabeza. Intenté taparme hasta las orejas, pero mi madre no me lo permitió. Tiró de las frazadas hasta dejarlas a la altura de mi torso. Yo chasqueé la lengua y resongué, pero no supe muy bien lo que dije en realidad, solo balbuceaba cosas sin sentido.

Aquella noche, cuando regresamos a casa, Los señores Colman y mis padres nos estaban esperando en el portal. Los papás de Samuel lloraban mientras abrazaban a su hijo, empapado y molesto. Samuel no les dijo una sola palabra, solo subió hasta su habitación, luego escuchamos la puerta del baño cerrarse. Todos preferimos dejar las cosas como estaban y darle tiempo para que el enojo desapareciera y pudiera pensar las cosas con un poco más de claridad.

En medio de ese asunto, yo, que estuve vagando por la calle en pleno invierno, empapado hasta los pies y sin abrigo, acabé con una gripe que me tumbó en cuestión de horas. Ese pequeño maleante escapista se merecía un buen coscorrón, pero lejos de eso, todo lo que yo deseaba era poder abrazarlo y escuchar su voz dulce otra vez.

Sentí un par de manos tibias sobre mi rostro, pero como me pesaba hasta abrir los ojos, supuse que mi madre todavía estaba en la habitación. Solo cuando sentí aquella voz que tanto echaba de menos fue que hice un esfuerzo sobrehumano para abrirlos, y entonces, el rostro aniñado de Samuel fue lo primero que vi. Sus cejas delgadas y curvadas, sus ojos de muñeco, pardos, pestañudos y tan brillantes y expresivos que parecían atravesarme el alma. Su nariz pequeña y respingada, y su boca. Sus labios pequeños y carnosos, que me gustaban más cuando sonreían, pero esta vez no expresaban nada.

—¿Estás despierto? —Tocó mis párpados con las yemas de los dedos, yo solo me quejé—. Tu mamá me dijo que estabas enfermo. ¿En qué mundo crees que va a funcionar que te quites el abrigo con -2º y encima lloviendo? es que no tienes remedio.

Sentía su voz como si tuviese una almohada en la cabeza. Estaba aturdido, sentía que me iba a estallar el cerebro.

—Si vas a seguir sermoneándome mejor acuéstate y duerme la siesta conmigo —dije, arrastrando las palabras.

—Me vas a contagiar con la peste.

Me reí, y un ataque de tos me hizo doler el pecho y la garganta.

—No vine a sermonearte —continuó, sentándose en el borde de la cama. Estiré la mano para tomar la suya, y él la tomó, entrelazando sus dedos con los míos—. Vine a disculparme. Yo siempre hago la misma estupidez. Quiero gritarle al mundo que ya soy un hombre maduro, pero no paro de hacer cosas de un niño berrinchudo. Anoche estuve fatal. Me dejé llevar por mis emociones. Necesitaba respirar, procesar todo lo que estaba pasando, y simplemente salí a caminar. Otra vez olvidé que soy ciego y que nunca he salido a caminar solo. Y no había nadie en la calle para preguntarle dónde demonios estaba, porque obviamente, era tardísimo, estaba lloviendo y hacía un frío terrible.

Intenté incorporarme en la cama y sentí que me crujían todos los huesos. Me apoyé en el respaldo, con un par de almohadas en la espalda, y me tapé con las frazadas hasta los hombros. Ya había tomado la medicación para bajar la fiebre, pero los escalofríos no querían abandonar mi cuerpo.

—Creo que todos actuamos un poco mal. No debimos mentirte. Pero lo hicimos porque sabemos que tú cuando quieres eres demasiado maduro, y dejarías la carrera de inmediato si te enterabas de que tus padres estaban pasando por un mal momento a nivel económico. De eso querían protegerte. No querían que tu futuro se viera afectado por este problema.

—Lo sé. Ya lo sé. Hablamos esta mañana, me explicaron todo y lo entendí un poco mejor. Voy a ser bastante honesto: sigo molesto y dolido, porque aunque entiendo sus motivos, creo que fueron demasiado lejos. Les debemos dinero a tus padres, y ahora mismo no tenemos de dónde sacar tanto. Sumado a eso, mis padres están en una crisis que los llevó a pensar en el divorcio, y siento que todo es un completo desastre.

—Mis padres no pretenden que les paguen ahora mismo, ellos llegaron a un acuerdo, y sobre lo otro... Creo que ellos también necesitan pensar un poco mejor las cosas.

Ahogué otro ataque de tos con la cara interna del codo. Samuel, preocupado, extendió la mano para intentar sobarme la espalda.

—Estás enfermo por mi culpa... Esto es una putada.

—Estás maldiciendo mucho. ¿Dónde quedó mi chico dulce e inocente que no decía palabrotas?

—Me lo pegó Boris. Pero eso no va al caso. Me estoy expresando, es sano expresarse. Independientemente de las palabras que elijas para hacerlo.

—Sí, supongo que sí. Escucha, Sam, sé que he dicho esto un montón de veces, pero prometo no volver a sobreprotegerte. No creas que lo hago porque no te creo capaz de comerte el mundo, En realidad es porque no quiero que nada malo te pase, ni que nada te haga daño. Te amo, y no puedo evitar ser así contigo. Yo sé que tú eres capaz de hacer todo lo que quieras, porque eres inteligente y maduro, y sé que ya no eres el chico de quince que conocí hace tres años.

Su mano volvió a tomar la mía. Esta vez fue él quien besó mis nudillos y mis dedos con ternura.

—Está bien, Eli. Yo soy el que debe entender y dejar de hacer berrinches por eso. No quiero que nadie se meta en problemas por mí, pero no puedo negarme a que me cuiden, estaría siendo egoísta. Bueno... Ya lo he sido bastante.

—No serías humano si no cometieras errores. Ven aquí, necesito un abrazo reparador ahora mismo.

Él se inclinó sobre la cama y me abrazó. Apoyó la mejilla en mi pecho, e imitó el sonido de mi corazón con su boca. Luego, buscó mis labios, y me regaló un beso casto, pero tan dulce que sentí que me volvía el alma al cuerpo. 

 

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La subjetividad de la bellezaWhere stories live. Discover now