Capítulo 4

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Hasta mis padres se habían sorprendido por mi interés en hacer sociales con Samuel

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Hasta mis padres se habían sorprendido por mi interés en hacer sociales con Samuel. En esta ocasión no me estaba agobiando demasiado con el asunto. El chico me había caído bien y solo estaba dejando que las cosas fluyeran. Por primera vez, mi madre no dijo una sola palabra al respecto; ella sabía lo mucho que yo detestaba que me obligara a socializar, yo no quería tener amigos por obligación, y mamá, aunque tenía buenas intenciones, parecía no terminar de comprender eso. En general me llevaba muy bien con mis padres, pero ese tema fue el motivo de muchas discusiones acaloradas que terminaban conmigo encerrado en la habitación.

Supongo que, a medida que fui creciendo, ellos comenzaron a entender que yo era capaz de formar mis propios lazos, y que no necesitaba de su ayuda para hacerlo.

Mamá siempre tuvo miedo de no estar haciendo bien su labor de madre; tenía miedo de que yo no fuera feliz, que la gente me hiciera daño, no quería que yo pasara lo mismo que pasó ella durante su infancia. Mi abuela no fue precisamente la mejor madre del mundo; mamá nunca quiso entrar en detalles, pero lo poco que me contó, fue que ella y sus dos hermanas mayores pasaron por muchos malos momentos gracias a mi abuela.

—Voy a ir a ver a Samuel —comenté mientras terminaba mi almuerzo—. Me va a enseñar a leer braille.

—Es fantástico, Eli. De seguro le va a sentar de maravilla tu compañía. El pobre no sale mucho porque Elizabeth tiene terror de que se pierda.

—Creo que lo sobreprotegen mucho.

—Si tú tuvieras algún tipo de discapacidad, nosotros también te protegeríamos, Elías. Creo que es normal, acaban de mudarse al barrio y Samuel no conoce sus alrededores. Y el mundo está lleno de gente mala.

Asentí, llevándome el último bocado de comida a la boca.

—Ustedes me sobreprotegen aunque no tenga ninguna discapacidad.

—¿Y eso te molesta tanto? Eres nuestro único hijo y te amamos, no queremos que nada malo te pase.

—Pero ya tengo quince.

—¿Y eso qué? Todavía no eres un adulto, apenas estás adolesciendo, ni siquiera te sale barba de forma regular. —Bufé ante aquel comentario, y mi madre se rio—. Aunque tuvieras ochenta años, siempre vas a ser nuestro hijo. Eso nunca va a cambiar.

Mis padres solían decirme cosas bonitas a menudo, pero a pesar de estar acostumbrado a escucharlas, siempre lograban sacarme una sonrisa.

Ayudé a mamá a lavar la cocina, luego salí de mi casa para ir a ver a Samuel. La señora Colman me recibió con una amplia sonrisa, luego me indicó dónde quedaba su habitación. Subí las escaleras y cuando llegué al segundo piso, la puerta estaba medio abierta.

—¿Samuel?, soy Elías, ¿puedo pasar?

Escuché sus pasos y el golpe del bastón en el suelo. Él mismo me abrió la puerta.

La subjetividad de la bellezaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora