PASADO 01. Verano de los 11 años

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PASADO

{VERANO DE LOS 11 AÑOS}

―Kaia, deberías bajar a la playa para hacer amigos ―me dijo mi padre.

Habían pasado dos días desde que habíamos llegado a nuestra nueva casa de verano en el pueblo playero de Monte Maunganui, más conocido como El Monte, en Nueva Zelanda.

Nosotros vivíamos en la capital, Wellington, y desde que vacacionamos en El Monte el verano pasado, mis padres se habían enamorado del lugar y decidieron que allí comprarían la casa de verano que tanto anhelaban desde jóvenes. Su idea era que llegáramos a El Monte el primero de enero de cada año y pasáramos allí todo el verano hasta el comienzo de clases.  

Yo tenía once años y lo único que me interesaba hacer era pintar con las nuevas acuarelas que me había comprado mi madre en el mercado bohemio del centro. Estaba acostada boca abajo sobre el piso de madera de nuestra casa. Mi cabello rubio estaba manchándose de pintura naranja, pero tenía demasiada pereza para levantarme a buscar una coleta y mi madre no estaba en la casa como para gritarme al respecto, así que seguí allí, pintando y manchándome el cabello en el proceso. 

―¿Kaia? ¿Por qué no quieres bajar? ―insistió mi padre.

―Ya bajé ayer con mamá y la gente de aquí es estúpida ―murmuré pintando una estrella de mar sobre una hoja blanca.

―¿Qué ha pasado? ―quiso saber mi padre acercándose a mi.

Sus chanclas se detuvieron a unos centímetros de mi pintura. Suspiré de forma exagerada y me incorporé para mirarlo. Sus ojos azules eran iguales a los míos y me estaban mirando a la espera de una respuesta. 

Mi padre era calvo y vestía con una camisa hawaiana y unas bermudas rojas. La verdad era que a veces me daba vergüenza que mi padre se vistiera de esa forma en la ciudad, pero aquí combinaba con el paisaje. Me reí.

―¿De qué te ríes, jovencita? ―quiso saber mi padre con un tono grave, aunque estaba sonriendo.

―Tu camisa no es tan ridícula en este lugar ―contesté.

Mi padre se cruzó de brazos.

―Mi camisa no es ridícula en ningún lugar ―replicó, pero siguió sonriendo. En ese momento mi madre entró por la puerta con bolsas llenas de frutas―. Y no quieras distraerme, ¿Qué pasó ayer en la playa?

Mi padre se acercó para ayudar a mamá, pero ella lo rechazó con un gesto y puso su atención en mi.

―Se peleó con un niño, el hijo del dueño del local de tablas de surf. Tiene su misma edad ―le contó mi madre―. Hoy iremos a pedirles disculpas. ¡Y, Kaia, átate el cabello que se te está llenando de pintura! ―se quejó antes de desaparecer para ir a la cocina.

Resoplé pero no me levanté. Mi padre siguió mirándome a la espera de que termine de contar lo que había pasado con ese estúpido niño.

―¡No fue mi culpa, fue la de él! ―me defendí con indignación―. No sé por qué le tengo que pedir disculpas. Dijo que mi tabla de surf era un asco.

Y yo tenía un cariño demasiado especial por esa tabla, me la había regalado mi abuelo el año pasado cuando mis padres decidieron vacacionar aquí. Yo le había contado que quería aprender surf y que mis padres no querían comprarme una tabla. Mi abuelo me compró la tabla en un local de segunda mano y comencé mis primeras lecciones de surf gracias a ella.

―Bueno, la verdad es que está bastante vieja ―coincidió mi padre y yo sabía que era así, pero no era lo mismo que lo dijéramos nosotros a que lo dijera un desconocido―. Espera, ¿Qué le respondiste al chico?

Hasta el próximo veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora