Entre las sombras

37 4 16
                                    


El Dr. Xeno despertó disgustado después de dormir hecho ovillo en una silla del laboratorio, la cabeza le dolía como si alguien martilleó con insistencia en sus sienes. Lo menos que quería oír eran malas noticias, pero la tímida figura de un soldado asomándose en su lugar, indicaba que hoy no corría con suerte. Apenas era miércoles por la mañana, muy pronto para ser incordiado.

Uno de los soldados de guardia nocturna tenía un horrible tajo que iba de la ceja hasta la mejilla. Él comentó que parte del ganado escapó y junto a otros tres tuvo que ir en búsqueda de los animales. El doctor no reparó mucho en atenderlo, delegó la tarea a Luna y lo citó a su laboratorio.

El desafortunado hombre acudió refunfuñando, quería olvidarse de todo y comer algo, su ojo dolía y picaba a partes iguales. Tocó la puerta, pero nadie respondió. Sin importarle mucho entró para esperar al Dr. Xeno. Su vista iba y venía entre todos los pertrechos del laboratorio, cada cual a lo más estrambótico que el anterior. Por fin, el maldito doctor se dignó a aparecer. No estaba feliz, no daba señas de estarlo. Ni buenos días dijo el señorito...

—Por favor Strauss, siéntate. Quiero que me expliques eso de que hemos sido "víctimas de abigeato" —entrecomilló con los dedos detrás de su escritorio, el soldado casi arrasa con un par de objetos al enredarse su pie con los cables.

—Perdón, perdón... sí... estaba haciendo una ronda como siempre. Le soy honesto, tuve sensación de haber sido observado durante los últimos días...

—Al grano, Strauss. Es casi imposible que te halla estado observado alguien de cerca sin que nadie lo notara, somos los únicos aquí en kilómetros a la redonda. Pero adelante, continua con tu relato...

El aludido se removió incomodo en su asiento, la mirada alquitrán del Dr. Xeno escrutaba con dureza. Largó un suspiro, secándose el sudor de su frente. De pronto le incomodaba la tela de la ropa, empezó a rascarse de manera rábida, como perro con pulgas.

—Doctor, todavía me duele terriblemente el ojo...

—¡No te toques el ojo! —exclamó dando un manotazo a la mesa, al ver como el hombre llevaba su mano hacia el algodón que lo cubría.

—¡Pero me pica!

—¡Dije que no! Bajo ninguna circunstancia te lo toques, está curándose. Fue un feo impacto —dijo, echándose en una silla— ya nos desviamos del tema, cuénteme con detalle lo que viste.

—Era de noche, no estoy seguro si eran las diez o quizás más tarde... estaba jodidamente oscuro como petróleo, no podía ver nada a más allá de un par de metros. Sentí que me estaban mirando, por eso le digo, que alguien está allí observándome.

—No es que dude de tu relato, pero no es muy confiable el sentirte observado ¿seguro que no viste algo?

—Ya le dije, no podía ver más allá de unos metros, estaba tan negro como petróleo.

—¿Oscuro como petróleo? Strauss, era una noche de cielo despejado, si mal no recuerdo solo había pocas estrellas visibles. Aparte, por poco dañas uno de mis aparatos no hace mucho, dudo que sea por depender de un solo ojo.

—Está muy oscuro este lugar, parece una maldita madriguera.

—Apenas está amaneciendo y no está tan oscuro. Espera... —rebuscó entre sus cosas— ¿te sientes desorientado cuando vas de un lugar muy iluminado a uno muy oscuro?

—¿Acaso eso no es normal?

—Mírame a la cara, dime qué ves —inquirió.

—¡Qué carajo...!, lo veo a usted. No sé qué quiere probar.

Cuando Cae la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora