Capítulo 11.

165 44 46
                                    


"La absolución del culpable es la condena del juez"

Publilio Siro.

   Horas antes de la llegada de Nick.


    Estaba acostumbrada a las pérdidas, tarde o temprano sus seres más amados terminaban sufriendo parte del infortunio que la rodeaba. Cuando era niña soñaba con un futuro ideal, fantástico y lleno de milagros, pero las tragedias surgieron y pronto se percató de la imposibilidad de sus ambiciones. No obstante, se idealizaba en un tiempo mejor y la ilusión volvía a renacer. Por años, la señora Linson le brindó la estabilidad emocional que tanto ansiaba y ella le correspondió siendo una hija ejemplar, pero ahora las desdichas parecían regresar. La determinación en la voz de su tía Helena indicaba que era cierto: su madre no había ido a verla.

    ¿Dónde estaría?

    Entre lágrimas, marcó su número y la molesta contestadora le invadió los oídos. ¿Qué hacer en esta circunstancia? Después de tomarse un calmante optó por esperar al día siguiente, si aún no aparecía, reportaría el caso a comisaría.

    Subió a su habitación y se refugió debajo de su manta, los párpados comenzaron a pesarle y el sueño la dominó, pero la tranquilidad fue interrumpida por una mano áspera que le cubrió la boca. Gritó en vano, la barrera impedía que se escucharan sus súplicas; se esforzó por mover los pies, pero los sostenían e inmovilizaban. Percibió unos pasos acercándose y un silbido que conocía muy bien, comenzó a sudar frío cuando sus ojos se encontraron con los de su peor pesadilla.

—Te has vuelto una ricura —la repugnante actitud del hombre le producía arcadas—. Esperamos probarte pronto —le pasó la nariz por su cuello— hueles delicioso, mi entrepierna quiere reventar —agarró una de sus manos y la colocó sobre su excitada intimidad, causando que se estremeciera de pánico—. Siéntela, es toda tuya. Aunque primero resolveremos un asuntito pendiente. Dime dónde está el cofre.

     La joven negó como pudo y se ganó una cachetada.

—Maldita perra —la injurió el chico que le sostenía los pies—. ¿Acaso quieres morir? —miró a sus compañeros con alteración—. Tenemos que hacerla hablar, el jefe nos cortará en pedacitos si no le llevamos una respuesta.

—Tráeme el cuchillo —pidió el hombre del silbido—. Ya veremos si la hacemos reflexionar.

    Diciendo esto se le acercó e introdujo el objeto en su costado, hiriéndola y dejándole un corte de, aproximadamente, seis centímetros de largo. La sangre empapó el colchón y la vista comenzó a nublársele. Trató de frenar el dolor  concentrándose en el lejano sonido del tono de un celular.

    Entonces despertó. Su grito hizo eco en el espacio vacío, se sentó alarmada, inspeccionando su alrededor y levantó su blusa, tocó la cicatriz que había encima de sus costillas y suspiró aliviada al ver que todo había sido una pesadilla, la pesadilla de la funesta noche en que salió huyendo. Levantó una de las tablas del suelo y verificó que el cofre estuviese en su lugar; antes de morir, su padre se lo había entregado. Recordaba nítidamente sus palabras: "Lo que hay aquí adentro es delicado, podría salvar o destruir. Protégelo, en el momento indicado sabrás a quién entregárselo"

    Estaba tan sumida en su traumático recuerdo que pasaron minutos antes de percatarse que su celular sonaba, la pantalla de su móvil revelaba un nombre: Stephanie.

¿Para qué te querrá tu ex compañera de cuarto de la universidad? —le preguntó su voz interior.

Dudó en contestar la llamada, pero al final descolgó.

Corazones de Blanco Where stories live. Discover now