Capítulo 14.

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¨De todos los peligros, el mayor es subestimar al enemigo¨

Peral S. Buck.

    Algunos definirían a la muerte como un estado en el cual, tarde o temprano, caen inevitablemente todos los seres humanos. En la lacónica relación espacio-tiempo, se yuxtapone marcando un stop inminente, sin remedios o soluciones inmediatas; es como un punto y aparte que pone fin a los párrafos de la existencia. Ante la brevedad de la vida, se regodea de felicidad el vil Hades y el inframundo se prepara para recibir nuevas almas.

    Para Nick, enfrentarse a los desastres era algo común. Desde que descubrió la verdad sobre su padre, se había adaptado a lidiar con los problemas de frente y a nunca darles la espalda. Evadir la realidad no era la mejor opción, por ello prefería aceptar, tolerar y aprender a convivir con lo malo.

    Cualquiera podría pensar que su madre no le importaba pues, ¿qué hijo tiene corazón para encerrar en un psiquiátrico a la mujer que lo llevó nueve meses en su interior? Por muchas razones que encontrara, ahora ninguna le parecía válida para justificarse. A lo mejor, después de todo, los demás tenían razón en que él era una persona detestable.

    En esto pensaba mientras esperaba a Mara sentado en un bar.

    Habían quedado de verse antes del funeral para acordar cómo encontrarían al sujeto que envenenó a su mamá.

—Buenos días —lo saludó una señora vestida de camarera—. ¿Qué desea pedir?

—Una coca cola estaría bien.

—¡Excelente! —emitió un chillido carente de entusiasmo—. Enseguida le traigo su orden.

En ese preciso instante comenzó a sonar por la bocina una canción de Ricardo Arjona que el joven tarareó con cierta melancolía:

¨Olvidarte es más difícil que encontrarse al sol de noche, que entender a los políticos o comprar la torre Eiffel, más difícil que fumarse un habano en American Airlines, más difícil que una flor plástica marchita. Olvidarte es más difícil que una flaca en un Botero, que encontrarse a un gato verde, o a un cubano sin sabor...¨


Los recuerdos lo atacaron con estocadas precisas y se refugió en los buenos momentos:

—¡Corre, Aidan! —instó el pequeño de ojos grises a su hermano, dándole un tirón tan fuerte que le hizo perder el equilibrio—. ¡Vamos a despertarlos!

Ya debes madurar, Nicky —le respondió este, recuperándose y alborotándole el pelo con cariño—. Nuestros padres quieren privacidad. Seguro desean hacer —meditó en sus expresiones y las escogió cuidadosamente—... cosas de casados.

¿Como cuáles?

Eres muy inocente para saberlo.

Pero debemos felicitarlos —exhortó, haciendo un puchero—. Vamos, por favor.

De acuerdo, tramposo —y, acariciando sus mejillas, agregó—. ¿Quién se resistiría a tu rostro angelical?

¿Qué es angedilal? —le preguntó, pronunciando mal la palabra y sacándole una sonrisa.

Significa: precioso, adorable... ¿Entiendes? —el niño lo rodeó por la cintura y lo miró con orgullo.

Aidan, cuando sea grande quiero parecerme a ti.

—Acá tiene la bebida —la empleada interrumpió sus divagaciones y colocó el vaso sobre la mesa—. Disfrútela.

    Con el primer sorbo salió también la primera lágrima y entendió que nunca se es demasiado fuerte como para evitar que la añoranza te toque el corazón. En su remoto pasado había sido feliz, su familia rozaba la perfección y estaba llena de amor y paz, pero las apariencias son engañosas.

Corazones de Blanco Where stories live. Discover now