Recuerdos color ocre

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Hacía mucho frío en mi habitación y me sentía engripado, así que decidí ir a prepararme un té. Mientras caminaba hacia la cocina, escuché un ruido estruendoso en las escaleras. Me apresuré a llegar al lugar. Por un momento, imaginé que alguien se cayó.
Me encontré con Clara lanzando por las escaleras cajas que contenían pertenencias de Burgos.

—¿Por qué tanto escándalo, mamá? —preguntó Dana sin emoción.

Le eché una mirada rápida a Dana: vestía un pijama sucio de estampados de gatos, llevaba su bonito cabello enmarañado y olía a sudor. Me pareció que se veía algo demacrada y pálida. Vi que sus pecas resaltaban más en su fúnebre rostro, y me percaté de que tenía los ojos hinchados de tanto dormir o tal vez de llorar. Me preocupó verla en tan lamentable y descuidado estado. Era como una muñeca arrumbada y olvidada.

—Tiro la basura de tu padre —comentó molesta Clara—. Como no se aparece, no hay necesidad de conservarla.

Se sacudió las manos y fue por más cajas.

—¡Me asusté, mamá! —expresó Dana alterada y llevó su mano en donde latía su corazón—. Regreso a mi habitación —anunció molesta.

—Dana, ¿estás bien? —pregunté cuando ella pasó a mi lado.

—Sí... —Ella se detuvo por un momento, me dirigió una mirada carente de vida y emociones—, disfruto de mi tiempo libre. —Sonrió falsamente.

—Claro —respondí preocupado.

Dana fue hacia una de las cajas tiradas, el contenido se había salido por el impacto, había muchas fotografías y papeles que parecían importantes. Dana se agachó y dio con una fotografía de Burgos. Al levantarla, la contempló con una mira melancólica. Eché una mirada a la fotografía: Burgos era más joven y se encontraba en el comedor del hospital.

—Lo extraño —murmuró y volvió a dejar la fotografía en el suelo—. ¿Regresará en algún momento?

Ver la foto me hizo recordar el pasado de color ocre que intentaba negarme.

Después de mis clases matutinas, a veces iba al hospital a comer junto con mi madre, más cuando se terminaba la despensa. Seguido me tocaba esperarla en el comedor mientras ella terminaba sus labores. Solía ver a Burgos ahí, a veces él buscaba que le hablara sobre mi pequeño universo. Pensaba que tal vez me tenía lástima por no tener un padre. No había mucho sobre qué decirle. Aparte de ir esporádicamente al hospital, para convivir un poco con mi madre en la hora de la comida, en casa me dedicaba a hacer tareas, dibujar y practicar en el violín. Mi única compañía por horas era el gato y el pobre sufría mucho cuando practicaba. Me desvelaba hasta que los dedos se me acalambraran o mi madre regresaba del hospital. En algunas ocasiones, los vecinos llegaron a quejarse del ruido, pero con el tiempo mejoré y ya no se quejaron más.

Me exigía mucho y no me permitía cansarme. Solo éramos nosotros y deseaba que ella estuviera orgullosa de su error. Quería complacerla en todo. Era tanto mi afán en ser perfecto para ella, que me interesé en todo lo que a mi madre le gustaba. Leí los libros que leía, practicaba sus piezas favoritas, le dibujaba sus cosas preferidas como el gato, flores, paisajes y más. Le ayudaba todo en casa. Siempre la acompañaba los fines de semana a hacer las compras y me esmeraba en la escuela para tener buenas notas. Deseaba crecer rápido y poder serle más de ayuda. A veces me frustraba y me deprimía, pero llegué a acostumbrarme a la rutina. El inmenso amor que le tenía a mi madre me impulsaba a dar todo lo mejor de mí.

En mi antiguo colegio me molestaban, decían que era rarito y niño de mami. Sabía que ellos no me entendían y, si hubieran tenido una madre como la mía, también hubieran sido niños de mami.

Mi madre era muy bondadosa, paciente, inteligente, disciplinada, hermosa y, para mí, perfecta. La amaba con todo mi ser. Ella poseía la sonrisa más encantadora del mundo.

Un día que fui al hospital, me encontré con Burgos en el comedor y él me sacó plática como solía hacerlo. No obstante, en esa ocasión, él se veía deprimido. Me otorgó una sonrisa desoladora que me hizo pensar en las flores artificiales. Fue extraño todo, en el ambiente había una sensación que me incomodaba. Él dijo que mi madre no vendría, que estaba muy ocupada con un paciente. Me invitó a comer en un restaurante. Ahí me platicó un poco sobre sus hijas y su esposa. Después, me preguntó qué quería ser de grande, le respondí a todas sus preguntas un tanto tajante. Quería convivir con mi mamá, no con Brugos.

Comí un poco inquieto. No estaba mi madre y él tenía una mirada triste, como si ocultara una tragedia. Supuse que ese día Burgos intentó hablarme de la enfermedad de mi madre, pero no pudo hacerlo. Me enteré mucho, pero mucho después. Ella me dijo que lo detectaron tarde y que ya no había nada qué hacer. Muchas veces sospeché que me ocultó la verdad para no amargar el tiempo que nos quedaba juntos.

Cuando ella falleció, algo dentro de mí también se murió y terminó a su lado, custodiando sus restos en el cementerio. Estuve muy triste, tanto que esa emoción no pudo salir del todo. La tristeza era más grande que yo y me consumió junto con la negación.
Todo pasó muy rápido: el funeral, la mudanza y terminar viviendo en la mansión. No era difícil evitar mi pasado cuando no estaba presente en mi entorno y debía preocuparme por otras cosas más mundanas, como ayudar a las hijas de Burgos. Sin embargo, muchas veces soñé con el universo que desapareció con la muerte de mi madre, el que componíamos únicamente nosotros dos. En esa quimera irreal y nostálgica solía pedirle que me llevara con ella.

—Samuel, ¿estás bien? —cuestionó Dana.

—Sí. ¿Hace mucho frío, no? —pregunté un tanto ido.

—No. —Negó con la cabeza—. ¿No te habrás enfermado de nuevo? Te suele dar gripe.

—Estoy bien. —Sonreí triste.

Cómo los gatos hacen antes de morir |Disponible en papel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora