XXV

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Estaba muriendo. Más rápido de lo que lo haría un mortal común. Al parecer mi madre me reclamaba, deseaba de alguna manera llevarme con ella y así ayudarme a que dejara mis problemas atrás.

Burgos hizo todo lo posible para estabilizarme y que regresara al mundo de los vivos. Ignoré por tanto tiempo los síntomas que formaron parte de mí día a día, para mí era normal estar fatigado y enfermarme con frecuencia.

Cuando recobré mi consciencia, Burgos me comentó que me sometería a un tratamiento riguroso para salvarme. Me hizo muchas preguntas, como desde cuándo tenía síntomas extraños, el historial clínico de mi familia, mi alimentación y forma de vivir. Ausente de mi realidad, respondí de manera superficial. Antes de salir de la habitación del hospital, Burgos me regañó por haberme ido sin decir mi paradero. ¿Por qué se tenía que preocupar por mí a estas alturas? ¿Acaso sentía culpa? Me hice varias preguntas al ver su demacrado rostro.

Siempre fui una persona débil que se enfermaba seguido, no supuse que fuera por una leucemia.

En mi estadía en el hospital que odiaba, pedí que nadie fuera a verme, excepto el doctor y las enfermeras. No me apetecía ver el pasado. Pero Burgos me hizo saber que Diana deseaba verme tan pronto despertara y me pidió que reconsiderara mi petición debido a mi estado de salud.

En mi soledad reflexioné sobre mi estado y sobre mi futuro. Pensé en si me volvería una carga y un problema para todos. Pensativo, contemplé la noche desde la ventana de la habitación. Observé el silencio que arrastraba consigo, las titilantes estrellas y la deslumbrante luna burlona. A pesar de mi debilidad, dejé la camilla como pude y abrí la ventana para recibir un poco del frío aire de invierno. Una polilla de considerable tamaño entró velozmente hacia el foco de la habitación y se estampó un par de veces hasta caer al suelo. Me pareció de lo más extraño que en invierno hubiera polillas. Me acerqué. Desde el suelo, la polilla movía lentamente sus alas, se estaba muriendo, justo como yo.

Miré las finas alas, en cada extremo parecía que poseía ojos robados de algún demonio del infierno. De un momento a otro, aleteó con intensidad y aquello me sorprendió. La polilla decidió dejar su hogar y volar lejos en el frío para morir. La dejé en paz para que muriera ahí en mi lugar. Pensé en dónde yo quería morir. Contemplé mi sombra, se proyectaba en el pulcro suelo de losetas blancas. No había nada en mi sombra. No tenía a nadie. Estaba solo. Busqué mis pertenencias, al encontrarlas dejé atrás la bata y volví a vestirme con el traje que usaba cuando llegué. Alguien lo había mandado a lavar, en la camisa blanca ya no había manchas de sangre.

Tomé con cariño el estuche del violín y salí de la habitación. Caminé con debilidad entre los solitarios pasillos, siendo acompañado por las luces brillantes de los bombillos. Me ardía el rostro, la fiebre aún no bajaba del todo, pero sin soltar mi violín, escapaba del hospital. No quería ser un estorbo para Burgos, no quería la lástima de Diana ni de Antoni, no quería morir en un hospital como mi madre. Era un error, siempre lo fui. Un error que se negaba serlo. Y como consecuencia arrastré desgracias conmigo.

Bajé por las escaleras, evité el ascensor para no encontrarme con ningún personal del hospital. Mis pisadas hicieron eco en cada escalón, mi corazón agitado pedía que me detuviera, me molestaba en el pecho como un niño berrinchudo. Terminé de bajar y salí por la recepción, pasé de largo al guardia y a la enfermera de turno. No me prestaron mucha atención, me había cambiado la ropa y parecía ser un visitante más.

Y como los gatos hacen antes de morir, me alejé de las personas que estimaba.

Salí y el frío me cobijó. No nevaba, solo quedaban rastros tenues de un manto blanco. Sintiéndome mejor con las caricias del viento helado, caminé lento como un espectro por un par de horas. Las solitarias calles hicieron eco en mi soledad interna. No había vida más allá de la naturaleza petrificada por el invierno. Continué caminando hasta llegar al panteón de la ciudad. La reja de la entrada se encontraba cerrada, así que pasé el estuche de violín y escalé con mucho trabajo por la reja. Fui un delincuente al entrar de aquella manera.

Tomé el estuche y me adentré más en el panteón. Era un lugar tranquilo, compuesto de imponentes árboles deshojados y lápidas esparcidas como estrellas en un universo. No había vivos, solo nombres tallados en mármol. Busqué la tumba de Dana y al dar con ella me disculpé nuevamente, con la esperanza de que un fantasma me escuchara. No la visité en más de un año, por lo que me justifiqué: odiaba los panteones, ahí yacía la felicidad de muchas personas. Saqué el violín, dejé atrás mis malestares y toqué algo para Dana. Tocando invoqué a la primavera que estaba ausente, y mientras lo hacía recordé la sonrisa de Dana, su emocionada voz al hablarme de sus escritos. Ella vivía en mis recuerdos.

Cuando terminé de tocar, dejé atrás su lápida. No me despedí. Fui a la que evité por mucho tiempo: la de mi madre. Su tumba se encontraba lejos, cerca de la de los abuelos y de un gran árbol. Casualmente era uno de flores lilas. No conocí a mis abuelos, pero me disculpé con ellos. Conmigo terminaba el linaje. Dejé el estuche cerca del árbol, me quité el saco y me dispuse a enseñarle a mi madre lo que había aprendido en tanto tiempo.

El frío me entumeció los dedos y el aire que acariciaba mi rostro se introdujo en mí. Al momento en el que me dispuse a tocar, una de las cuerdas del violín se reventó y el sonido provocado sacudió el pacífico ambiente del panteón. Busqué en el estuche una cuerda de repuesto, me encontré con la carta que escribió mi madre, olvidé que después de enseñársela a Clara la devolví al lugar donde la encontré.

Con la carta en mano me senté en el suelo, recargándome en el árbol dormido de flores lilas. Leí la carta varias veces y mientras lo hacía le reproché en pensamientos. El frío me recordaba que aún estaba vivo, que había sido un cobarde de nuevo, que hui de las personas que amaba y estimaba. Pensé en Antoni, en lo último que me hubiera gustado decirle, extrañé su calidez, añoré sus frágiles brazos y el aroma que lo representaba, ese escandaloso perfume que usaba. También extrañé a Diana, sus ocurrencias, su fuerte carácter, su sonrisa y cuando se entregaba a la guitarra. Extrañaba a los vivos con locura. En mi tristeza, dejé de contenerme y mentirme, salieron frías lágrimas. Los anteojos se empañaron y en mi coraje y frustración me los quité, arrojándolos lejos; ya no los necesitaba.

Las estrellas en el cielo eran más brillantes cuando hacía frío. Me pregunté por qué ellas se fortalecían ante el frío y yo me debilitaba.

El arrepentimiento apareció, deseaba ver una vez más a Antoni y a Diana. Quería volver el tiempo atrás y reparar mis errores, tener el valor para imponerme ante mis miedos y atreverme a ser feliz de verdad. Reproché en llantos a algún dios para que me escuchara. Quería vivir más. Algo justo: más vida. Solo eso, más vida. No tenía noción de que mi estancia sería tan corta y tormentosa. De mis errores no podía culpar a nadie más que a mí. No pude disculparme con Clara por decepcionarla e incumplir mi promesa, ni con Burgos por ser un error que le costó su matrimonio.

Abracé el violín. Busqué consuelo en los recuerdos felices del pasado. Por un momento me sentí regresar y encontrarme debajo del árbol del colegio, en una amorosa primavera. Hasta pude percibir el aroma del polen de las flores lilas caídas. Extrañamente sentí los delgados brazos de Antoni rodearme y la fuerza de su mirada reclamarme. El frío desapareció, al igual que la molestia que causaba mi triste corazón.

—Sam, despierta..., vamos. —Escuché la afligida voz de Antoni en la lejanía.

—Lo siento —me disculpé en mi cansancio—. No quiero hacerlo, déjame estar aquí. Déjame quedarme para siempre —supliqué, deseando permanecer en ese paraíso un momento más.       

Fin.



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