VI

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Era nueve de marzo, cumplía dieciocho años, y me enfermé. Ardía en fiebre y no pude hacer nada especial para celebrar. Era otro cumpleaños que estaba sin mi madre. La melancolía me acosó y se implantó en mi alma, algo que me hizo caer más preso de la enfermedad.

No paré de recordar el pasado mientras temblaba de frío debajo de las sábanas. Los demás sirvientes le informaron a Clara sobre mi salud y me dieron el día libre. Para mi sorpresa, Clara no tardó en aparecer en mi habitación. Y para sorprenderme aún más, no estaba ebria.

—Ay, Sam, lo que me faltaba, que te enfermaras. Tú cuidas a las niñas, no puedes enfermarte —habló con su típico tono de voz meloso y exagerado.

—Lo siento, solo es una ligera fiebre. Si necesita algo, puedo hacerlo. —Me incorporé en la cama.

—No, chiquito, cómo crees, si aún eres un niño. —Recargó su mano en mi hombro—. Me parte el corazón saber lo solo que estás. Pienso en mi Dana y Diana, vivo por ellas, ganas no me han dado de colgarme —dijo y quitó de mí su mirada afligida—. Cuando te veo solo sin tu mami, me da tanta tristeza.

Lástima era algo que no necesitaba, pero Clara no pensó mucho en lo que me decía o cómo me miraba, hablaba sin parar. Me pareció que realmente quería decir otra cosa.

—Estoy bien —dije a secas.

—Me alegro. —Clara bajó la cabeza, me quitó la mano de encima y dio una vuelta por mi habitación. Escuché sus pasos al par de mis latidos lentos.

Analizó mis libros apilados en el escritorio y algunas pinturas que sobrevivieron al robo de Diana, ya que antes se encontraban escondidas en el armario. Al final, se enfocó por completo en la fotografía que se encontraba en la cómoda cerca de una lámpara. Era una fotografía de mi madre y yo. Clara levantó el marco y miró fijamente a la mujer que sonreía y tenía en brazos a su pequeño hijo.

—Qué guapa era tu madre, parecía un ángel, de seguro enamoraba a quien sea fácilmente —dijo—. Te pareces a ella, eso me preocupa. Últimamente mis hijas pasan mucho tiempo contigo.

Cuando Clara dijo aquello, supuse por dónde iba, le preocupaba demasiado que me relacionara de más con las gemelas. Lo que no sabía ella era que no me gustaban sus hijas en lo mínimo. Las conocía, estaban desquiciadas, eran viciosas y caprichosas. Convivía con ellas porque era mi trabajo, también porque me daban un poco de lástima. A pesar de tener a sus padres, ellas estaban mal, muy mal. Nadie realmente las escuchaba y fueron utilizadas por estar tan vulnerables.

—Creo que sí —respondí pensativo.

—Samuel, te voy a hablar con honestidad. —Tomó asiento en la esquina de la cama y con su mano recorrió a un lado de su hombro su largo cabello rojizo—. Eres un joven educado, parece que vienes de una buena familia, heredaste mucho de tu linda madre. Mis niñas, sobre todo Dana, están muy frágiles desde la mentira editada del video, no quiero que te aproveches de eso. —No era mentira editada lo del video de Dana, pero Clara así quiso verlo—. Conozco a los hombres —prosiguió—, por muy lindos y educados que parezcan, buscan por dónde metérsele a la mujer. Estás creciendo, y yo creo que tu madre nunca te dio esta charla. Yo te acepté en la casa porque mi marido me insistió mucho, me pareció buena idea que alguien me ayudara con las niñas, pero ellas ya no son unas niñas. Samuel —hizo mucho énfasis en mi nombre—, yo quiero que tú me jures, por tu vida, que no te vas a aprovechar de mis niñas, que no las vas a enamorar. Yo voy a confiar en ti y dejaré de verte como un empleado más de la mansión, más bien como mi confidente, mi mano derecha.

—Clara, yo te juro que no voy a aprovecharme de nadie. De verdad, no pienso en esas cosas y no estoy interesado. —Intenté mantener una expresión seria al momento de hablar.

Cómo los gatos hacen antes de morir |Disponible en papel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora