III

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Las semanas pasaron, Diana me dijo que no estaba embarazada y se enojó conmigo por la falla de la prueba de embarazo, como si yo la hubiera fabricado, pero solo la fui a comprar. Recuerdo que ese día me regañó a gritos, estaba enojada por otra cosa en especial, pero se desquitó conmigo con la excusa de la prueba. No le hice mucho caso. Grave error no hacerle caso a la princesa Diana.

Cuando regresé del colegio y fui a mi cuarto, me encontré con mis pinturas manchadas, mis dibujos regados por el suelo y pisoteados, y a Diana encima de mi cama con un pincel en mano, sonriente y victoriosa por hacer sus fechorías.

—¡Por eso no haces bien tu trabajo! Pierdes el tiempo haciendo estos horribles dibujos y pinturas —gritó y por error manchó su uniforme con el pincel que llevaba.

—¿Por qué? ¿Qué te hice? —Me hinqué en el suelo para recuperar mis dibujos pisoteados y manchados. Estaba triste, demasiado, se nublaron mis ojos con las lágrimas contenidas.

Levanté el dibujo de mi gato, el que desapareció antes de mudarme, el retrato de mi madre y también el de las flores que tenía y cuidaba junto con ella en el jardín de la casa donde vivíamos.

—Hiciste que me preocupara. —Dejó la cama y me retó con su mirada.

—Yo no fabriqué la prueba de embarazo, no me culpes. —Intenté contener más las lágrimas. Me costó demasiado: mis dibujos estaban tan dañados, los que me recordaban mi pasado feliz. Mordí mis labios, enfocando mi tristeza en dolor.

—Pero tú la compraste, de seguro fue la más barata que encontraste, y lo hiciste para quedarte con el cambio. —Cruzó los brazos y me juzgó con una mirada desafiante. No respondí a sus acusaciones falsas—. No te quiero ver dibujando y pintando. Ocúpate de tu trabajo, mocoso gorrón. ¡Mi papá te da un techo, comida y te paga el colegio! Y así le agradeces, perdiendo el tiempo en tonterías.

—Diana, te equivocas, el arte no es ninguna tontería, nos conecta con lo hermoso... —le respondí. Contuve el deseo de soltar palabras hirientes.

—Es para hippies desobligados. —Torció la boca hasta formar una mueca y descubrió la pintura que se ocultaba bajo una manta, la que yacía en el viejo caballete.

Los ojos de Diana se iluminaron cuando miró su retrato, guardó silencio y contempló la pintura. El tiempo se detuvo para ella, quedó perdida en la imagen incompleta. Cuando el viento entró por la ventana y sacudió las cortinas, los rayos del sol se filtraron en el cuarto, iluminando el triste rostro de Diana.

Recogí todos los dibujos. Muchos estaban irreconocibles, el corazón se me hizo pequeño... Mi pasado se había perdido. Alcé mis lentes y limpié las lágrimas que se escaparon con la manga del uniforme antes de que Diana se diera cuenta de mi estado emocional.

—El profesor —habló de nuevo— me dijo que ya no quiere nada conmigo. Le dije que estaba embarazada. En ese momento no me entregaban los resultados de sangre, así que pensé que tal vez... —Negó con la cabeza—. Pero no, lo único que salió de su boca fue que le preocupaba que tú supieras de lo nuestro. —Intentó justificar el caos que hizo en mi habitación.

No pude responderle, dejé los dibujos en el escritorio y salí de mi habitación. No me interesaban sus justificaciones, tampoco escucharla. Se había metido con lo que más quería.

Corrí al salón que funcionaba como bodega y me escondí. Sabía que nadie me encontraría. El lugar era inmenso y antiguo, no entendía por qué estaba ahí y qué función cumplió en el pasado. Había diversos muebles cubiertos con mantas blancas y polvo, simulaban ser fantasmas del lugar. Demasiados espejos decoraban los descarapelados muros, al igual que pinturas y fotografías de la época victoriana. Muchos candelabros de diferentes materiales y tamaños estaban colgados, cumpliendo la función de acumular telarañas. El tiempo parecía no pasar por el lugar. Al igual que los dueños actuales de la mansión, era un espacio perdido. Pero justo por ello era mi lugar favorito para ocultarme cuando la tristeza me dominaba.

Colgado en la pared había una enorme pintura de una dama y su hija, la niña estaba sentada en las piernas de su madre y la adulta en una pequeña silla junto a una mesa de té. Alimentaban con migajas de pan a un pavorreal y aves del jardín. La pintura me daba paz. Me imaginaba ahí adentro, disfrutando una taza de té mientras miraba cómo alimentaban a las aves. También me gustaba ver las flores de la pintura: lilas, rosas, orquídeas y más. Era un hermoso jardín iluminado por un sol cariñoso. Sin embargo, en aquella ocasión, sentí envidia de la niña al verla junto a su madre, una hermosa mujer amorosa de cálida sonrisa.

Esa noche no pude contener el llanto, deseaba estar muerto al igual que mi madre, enterrado junto con ella. Me pregunté tantas veces por qué murió, por qué terminé puesto en repudio y abandonado por los demás. Lloré en silencio mientras miraba el pasado cubierto de polvo. Cuando me cansé de sentir tristeza regresé a mi cuarto. Mis dibujos y la pintura a medio acabar ya no estaban. No había terminado de darle color a Dana, solo a Diana. Igual me alegré de que se llevara la pintura, ya no quería continuarla. Diana, a pesar de ser hermosa físicamente, era horrible por dentro.

Antes de irse a un viaje largo de conferencias donde impartiría cursos en diferentes lugares del mundo, Burgos habló conmigo, parecía preocupado por mí. También pidió que estuviera al pendiente de sus hijas. Me dijo que, si se sentían solas, jugara con ellas. Claro, él no sabía cómo eran ellas realmente, ya no jugaban como niñas. Frente a su padre eran dos angelitos incapaces de matar una mosca. Le dije que sí y él me sonrió aliviado. Me hubiera gustado decirle la verdad, pero eso no solucionaba nada, él siempre estaba tan ocupado, consumido en su trabajo. Yo a veces olvidaba cómo era, su ausencia solo me hacía tenerlo en mente como una gran sombra de voz robusta.

Cómo los gatos hacen antes de morir |Disponible en papel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora