II

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—¡Samuel! —gritó Diana, mientras tocaba la puerta de mi habitación.

—Antes que nada, buenos días —dije en un cansado hilo de voz—. ¿Qué sucede, Diana? —pregunté tras abrir la puerta y salir adormilado.

Eran las cinco de la mañana, tenía los párpados caídos y el cuerpo me pesaba.

—Estoy embarazada —me soltó su secreto—. Necesito ir a abortar, pero nadie debe enterarse. Acompáñame.

Incliné la cabeza y luego miré incrédulo por un momento a la pelirroja pecosa. Sí, había escuchado lo que dijo, pero mi cerebro no quiso entender del todo.

—¡Samuel! Muévete ya. —Jaló la manga de mi pijama—. Una compañera me dijo de un lugar donde me pueden ayudar, vamos, no voy a ir sola.

—¿Por qué no le dices a tu papá?, ¿o por qué no te acompaña el profesor? —le cuestioné irritado. Pensaba en dormir, no más.

—¡No! ¿Eres tonto? Si sabe esto, él... me va a dejar. Y mi padre... no está, como siempre. —Torció ligeramente la mueca—. Hay que movernos rápido, ya.

No me pareció mala la idea de que ese abusivo la dejara.

—Diana, aún está oscuro. Te acompaño después de clases. —Puse mala cara, no pude evitarlo, pero presté atención a los ojos llorosos de ella—. A ver, ¿estás cien por ciento segura?

—Sí, la prueba salió positiva, mira. —Alzó su mano con la prueba de embarazo.

—Ve a un hospital a que te realicen una prueba de sangre, a veces las pruebas caseras fallan. —Llevé mi mano a la cabeza.

—Vale —dijo y suspiró como si se liberara de un peso enorme—. Te haré caso porque tienes mejor promedio en el colegio. Por cierto, ahí llevas cigarros y me los pasas en el receso, el rector ya me revisa la mochila. Igual me ayudan a abortar y quitarme tanto estrés de encima... —ordenó y se alejó de la puerta.

Volví a mi cuarto, me pregunté qué había hecho de malo en la vida para terminar en una mansión de locos. Contemplé la pintura que estaba en el muro de mi cuarto, la que hice cuando mi madre aún vivía. Me daba paz verla. Era un bosque donde, en vez de troncos y arbustos, grandes tallos de girasoles coexistían con las nubes que surcaban el cielo, cubriendo los rayos del sol: era un bosque de gigantescos girasoles.

Intenté volver a dormir, pero no pude, me dieron ganas de pintar. Hacía mucho que no practicaba. Saqué uno de mis lienzos blancos y lo coloqué en mi viejo caballete polvoriento. Pensé en qué pintar, quería hacer algo hermoso. Por un momento se me cruzó por la mente el rostro de Diana, pronto sería su cumpleaños. Diana y Dana eran lindas, sí, tanto como confundidas y perdidas que estaban. Sus cabellos eran rojos como el fuego, la piel nacarada estaba decorada con pecas, simulando una perla vieja, y sus ojos eran joyas de ámbar. Las gemelas tenían una sonrisa despreocupada y angelical. A pesar de todo lo malo que hacían, sus pecados aún no se proyectaban en su físico. Decidí hacer un retrato de las gemelas, de esa parte buena que olvidaron cuando crecieron.

El tiempo pasó, y cuando me di cuenta ya era momento de hacer mis deberes. Creo que Burgos decidió que fuera el sirviente personal de sus hijas porque pensó que estaban muy solas y necesitaban de alguien igual de joven que ellas que las cuidara y acompañara. Yo ayudaba en la mansión y cumplía con todo capricho de las gemelas a cambio de vivir ahí y estudiar, así que no podía quejarme. Además, trabajar me hacía sentir útil y no una carga. Cuando ellas salían por ahí, me la pasaba bien, nadie me molestaba y me daba tiempo para leer, estudiar, practicar y pintar.

Me di un baño y atendí mi higiene, cambié mi pijama por el uniforme de la escuela y limpié los lentes. Me vi tentado a observarme de más en el espejo. Desde el día que murió mi madre evitaba hacerlo. Yo mismo me recordaba a ella. Mi madre era un ángel, una musa y enfermera. Trabajó en el mismo hospital que Burgos. La recordaba con mucho cariño: con su larga melena castaña ondulada, su rostro pacífico de mejillas rosadas y los labios carmesí en forma de flor. Recordé las arrugas en la comisura de sus labios por tanto sonreír. Y los ojos eran lo que más me gustaba. Siempre que los miraba me perdía en un cielo despejado. Poseía una mirada amorosa. Cuando ella me miraba, tenía la sensación de que lo hacía un bondadoso Dios y no una humana. Su cuello me recordaba al de un cisne, y su figura era esbelta, sumamente delicada. Era demasiado alta, así lo creía desde mi mirada de niño. Mi cabello era revoltoso como el de ella, copié de sus ojos, aunque tenía que usar lentes para poder ver bien. Solo el color de mi cabello era diferente: negro. Supuse que lo saqué de mi padre, al que no conocía.

Cómo los gatos hacen antes de morir |Disponible en papel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora