XXIV

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Tocar y leer las partituras era lo único que hacía. Las breves vacaciones pasaron rápido. La orquesta del conservatorio viajó a diferentes ciudades para presentarse en distintos teatros. Me sentí dichoso por ser parte de ella. Sin embargo, debido a mi estado, poco disfruté de los viajes. Me la pasé mareado, agotado y con fiebres todo el tiempo. Los fármacos sin receta y recomendados por algunos compañeros no hicieron el milagro de hacerme sentir saludable.

Al final, para colmo y mala suerte, el último concierto de la orquesta fue dado en mi antigua ciudad.

Me encontraba consumido por la melancolía. Encontrarme en el teatro de la ciudad que me vio nacer y me acogió por un tiempo, me provocaba tristeza.

En la ciudad nevaba con persistencia, algo que empeoró mi estado de salud. Me animó saber que era la última parada, para después ir a ver un doctor y descansar. El concierto fue dado en la noche, cuando el frío se encontraba en su apogeo. El teatro de la ciudad se llenó. Ver tantas personas que posiblemente me conocían me puso nervioso.

Subí al escenario con mis compañeros, nos acomodamos en nuestros respectivos lugares, y cuando el telón se levantó, los aplausos resonaron. La luz tenue, el sonido armonioso de los instrumentos, el silencio de los presentes y las pesadas miradas clavadas... Todo eso componía la función. En mi agotamiento me pareció que todo se alejó y oscureció de más. Al ver al público solo observé rostros borrosos que mantenían una oscuridad propia y fija en la cara. Sentí ser parte de un surrealista sueño, me preguntaba constantemente si los espectadores eran humanos y no producto de mi imaginación.

El ambiente se agitaba con el sonido de los instrumentos. Me costó trabajo leer las partituras y seguir el ritmo, pero no deseaba quedar mal, así que di todo lo que pude.

El frío comenzó a calarme los huesos, el traje no fue nada abrigador. Se me hizo eterno el momento. Deseaba estar cerca de una chimenea, resguardado y con una taza de café en la mano.

Cuando terminó el concierto, todos los que componíamos la orquesta nos pusimos de pie e hicimos una reverencia. Tan pronto incliné la cabeza, salió sangre de mi nariz en abundancia. Coloqué una de mis manos rápidamente, evitando que los espectadores miraran lo ocurrido. El telón bajó mientras los escandalosos aplausos resonaban. Sentí un pequeño alivio al saber que el público no se enteró de mi sangrado. Mis compañeros me rodearon para preguntar cómo me sentía. Les respondí con la voz turbia que estaba bien. El profesor, y batuta de la orquesta, se acercó a mí, en su rostro serio de vela derretida apareció una expresión marcada de temor. Él también preguntó por mi estado, al escucharlo sentí su voz lejana, como si un espectro me hablara. Justo en ese momento me invadió el miedo. Me dieron ganas de correr y alejarme de todos. Me abrí paso entre mis preocupados compañeros, no respondí a nada más. En cada paso que di, me costó más respirar. Todo se puso oscuro de un momento a otro.

Al principio me dolía el pecho, no podía respirar por mucho que inhalara, tampoco pude ver bien ni escuchar. Lentamente mis sentidos me abandonaron. Después de la angustia llegó la calma, acompañada de la nada. Por un momento olvidé quién era, mi existencia desapareció.

En la oscuridad que me encontraba no había dolor ni tristeza. Tampoco cansancio. Mucho menos fantasmas hechos de recuerdos. La nada oscura era como estar en unos cálidos brazos reconfortantes de una amorosa madre, la cual te susurra en una tormentosa noche de lluvia y truenos que todo va a estar bien. Entonces, mientras estaba consolado por esa nada, a lo lejos escuché un llanto. El llanto se hizo cada vez más fuerte y me recordó quién era y por qué existía. Abrí mis ojos y una fuerte luz me encandiló. Miré un techo blanco y borroso. No pude permanecer mucho tiempo despierto. Escuché en la lejanía a las personas que me visitaban. Llegué a sentir el peso de sus miradas. Uno de lástima, que aborrecí.

A veces escuchaba la voz de Antoni, me hablaba de cosas que ya no me importaban. En la oscuridad nada poseía relevancia. Otros días fue la voz de Diana. Odiaba percibirlos y escucharlos en la lejanía. No quería ser la causa de sus penas, de culpas y de arrepentimientos. Odiaba tener que estar enfermo para poder reunirme de nuevo con ellos. Odiaba no poder moverme e interactuar. Sin embargo, ese odio no era importante cuando la nada me absorbía por completo.

Cómo los gatos hacen antes de morir |Disponible en papel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora