1. El servicio

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Los cristales eran bonitos

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Los cristales eran bonitos.

La luz del sol se reflejaba en ellos dando paso a destellos en los que perderme. A través de aquella ventana podía ver edificios grises y tristes, con ropajes que colgaban de un extremo a otro por medio de cuerdas roídas. El viento azotaba e imaginé cómo una sábana se desprendía de una de las cuerdas y volaba por los aires hasta llegar a la ventana de mi nuevo hogar. Me sería útil. Podría romperla a tiras, hacer trapos o algún detalle hermoso para mi hermana.

Sí, le diría que esa sábana, en realidad, era un ángel que había llegado para arrancarle su enfermedad.

Esas eran las cosas que pasaban por mi mente en ese momento, mientras me esmeraba en sentir el olor a lavanda y no el pestilente sudor del hombre que me penetraba, aferrado a mi cadera, a la vez que yo me sujetaba al alféizar de la ventana. Su aliento en mi nuca era algo realmente molesto, olía a cerveza rancia, a veces incluso peor. Me lamió la cara desde el mentón hasta la oreja y tuve que entrecerrar los ojos para retener una arcada. Eso solía ayudarme: la luz traspasaba los párpados y me imaginaba que, en realidad, estaba en otro lugar.

El cliente apretó el ritmo hasta dolerme. Era una bestia despiadada y no le importaba si yo estaba presente o ausente. Continué concentrado en los fragmentos de colores que ahora desfilaban por mis retinas y adquirían formas onduladas. Un gruñido y una embestida más profunda que las demás me indicaron que, al fin, el servicio había terminado.

Una vez se hubo desahogado, el hombre —cuyo nombre no me interesaba— se sentó en la butaca de terciopelo, aún con los pantalones bajados. No quise mirarle a la cara, simplemente, tomé una palangana de agua aromatizada con pétalos y empecé a limpiarlo.

—¿Y bien? —le pregunté con la mirada desenfocada.

—¿Y bien? —repitió el hombre. Su voz estaba quebrada por el abuso del alcohol a primeras horas de la mañana y de las broncas hasta pasada la medianoche. Una voz desgarrada, de las que recuerdan a amenazas rotas por botellas vacías.

Alcé la vista y, a desgana, lo miré a los ojos.

—Este servicio tenía un extra. Hice un trato con Robert. Sabes que podía haberme negado como he hecho otras veces.

—No, no podías. Con lo que le he pagado esta vez, Robert podría haber encontrado la forma de obligarte. —El hombre esbozó una sonrisa perversa. Asqueado, desvié la vista y la toalla casi se me cae de las manos. Odiaba saber que estaba en lo cierto, Robert siempre conseguía lo que quería y yo no iba a ser la excepción. Tragué saliva y continué limpiando, fuerte, hasta que el hombre añadió—: Pero tranquilo, es una persona que honra a su palabra. —Cogió el fardo que estaba en el respaldo del sillón y retiró un papel arrugado de su interior—. Aquí tienes lo que te prometió. Te espera a las cinco.

El punto de encuentro no estaba muy lejos, apenas un par de horas. Salí del motel y recorrí las calles del Borne en dirección a casa. Me dolía andar. Los puestos del mercado estaban repletos de campesinas que me miraban de soslayo, como si supieran lo que acababa de hacer, mientras que sus clientes elevaban los brazos haciendo sus demandas. A lo lejos se veían algunos rayos. Tormenta en un día de sol. Levanté la vista por encima del centenar de cabezas. Entonces, las campanas de la basílica de Santa María comenzaron a sonar.

El Precio De la Inmortalidad Where stories live. Discover now