16. La novia de Corinto

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Los pensamientos no se acallaron ni siquiera cuando me venció el cansancio

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Los pensamientos no se acallaron ni siquiera cuando me venció el cansancio. La mente me daba tumbos en una espiral interminable en la que estos iban de mi hermana a Bernat y de Bernat a Robert. Me repetí «no pienses, no pienses» y «duérmete ya» una y otra vez, pero era como si aquellos mantras causaran el efecto contrario. El día avanzaba y el sueño seguía sin llegar.

Para colmo, cuando alcancé la duermevela, me vi acosado por el recuerdo del ataque al músico, solo que, en mi visión, un rayo caía justo a tiempo de iluminar la mirada violeta del agresor. Yo retrocedía hasta chocar contra algo. Me sobresaltaba. Me giraba y, con horror, descubría a una Marieta descompuesta y llena de barro con moscas revoloteando sobre las cuencas de sus ojos. «¿Por qué no me salvaste?», decía, y, al hacerlo, cientos de gusanos asomaban a sus labios. Todo mi cuerpo estaba paralizado y por más que ansiaba gritar, no lograba articular sonido alguno. Entonces apareció él, Bernat. Me besó con suavidad y el escenario se fragmentó en finos cristales hasta que tan solo quedamos él y yo suspendidos en el vacío y entregados el uno al otro. De pronto, el beso se tornó agresivo. Yo intentaba detenerlo, mas seguía paralizado y con impotencia debía ceder a su deseo caníbal. Desperté con un ataque de tos y la sensación de sus dientes hincados en mis venas.

La luz penetraba a través de las juntas de la ventana con la misma intensidad que antes de caer dormido, si es que fue eso, y la candela de la mesilla apenas se había consumido, por lo que no debieron pasar más de unos minutos.

Tomé aire despacio. Aquellas imágenes me habían turbado en exceso y no alcanzaba a comprender su propósito. Si tan malvado era Bernat, ¿por qué sentía esa necesidad de él? Lo recordé hurgando en mi mente, la parálisis que me produjo, aquello que me mostró, y lo sentí como una gran garra hecha de sombras que entraba en mí a través de la boca para estrujarme el cerebro. No obstante, también recordé sus palabras certeras, el tacto negado y lo seguro que me sentía a su lado.

Observé a mi hermana con temor a que mi sobresalto la hubiese despertado. Aprecié un fino temblor en sus párpados y comprobé que su respiración era demasiado silenciosa. Sin duda, se hacía la dormida. En el pasado reciente, ella había sido el consuelo a mis pesadillas, ahora las ignoraba. ¿Por qué se distanciaba de mí? ¿Me odiaba? Puede que en ocasiones desease un sino distinto, pero nunca dejé de quererla. Ella era lo único seguro en mi vida y, de repente, un muro se había interpuesto entre ambos.

Tosí un par de veces con intención de levantarme, mas fue Melisa la primera en ponerse en pie. Me miró sin decir nada y empezó a vestirse. Yo me quedé tumbado, abrazado a la manta y devolviéndole la mirada en silencio. Había ganado color en las mejillas e incluso algo de peso. Lo noté, en especial, al ponerse el corsé, pues los senos se le pronunciaron más que de costumbre.

—Has mejorado mucho —dije perezoso.

Ella se volvió hacia mí, como si recién descubriera que estaba despierto.

—No puedo decir lo mismo. Deberías quedarte en la cama.

El plan era tentador, pues, aparte de la tos, me zumbaba la cabeza y me dolía la espalda. Podría haber dormido hasta la puesta del sol, sin embargo, la idea de ir a la iglesia y escuchar a Robert revoloteaba por mi mente, aun sabiendo que era una locura. Quizá él podría arrojarme algo de luz. No, no quería verme con él a solas y no tenía a quién pedirle que me acompañara. En vista a la situación, la mejor opción era huir y salvar lo que quedaba de la relación con mi hermana.

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