22. Luces en la oscuridad

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Una neblina se elevó a través del pasillo de piedra, antorchas y sombreros. Ignoré la sonrisa burlona que Melisa ocultaba y me centré en esas pequeñas luces que se dibujaban bajo el telón blanquecino. Semejaban fuegos fatuos.

Pronto, la silueta de Bernat se recortó lúgubre entre medias de aquel sendero. Tragué saliva. Para aquel entonces, el recuerdo de nuestro encuentro con Montserrat estaba tan difuminado como las llamas de las antorchas. Podía verlo, sentirlo, pero con una sensación irreal que me llevó a creer que no había sido más que un sueño. Ninguna llaga ocupaba mi boca y Melisa seguía con nosotros como si nada hubiera pasado.

—Solucionado —anunció Bernat, y nos hizo señas para que le siguiéramos.

Pau se encargó de conducir el carro con los niños en su interior. Yo decidí caminar junto a Bernat, manteniendo una distancia prudencial y bajo la atenta mirada de Melisa, quien iba al paso sobre su caballo. La luz de las antorchas se reflejaba en su vestido beige y sobre su piel blanca, en franco contraste con su melena y con el pelaje del corcel.

—¿Qué pasó mientras estuve inconsciente? —pregunté a Bernat, y mis dientes castañearon por un frío que no recordaba tener.

—¿Qué recuerdas? —Se detuvo en seco e inclinó la cabeza a un lado mientras inspeccionaba mis pensamientos. Yo miré hacia otro lado—. Tu futuro cuñado no pudo venir y tuvimos que ponernos en marcha, nada de lo que tengas que preocupar. —Me tomó del mentón y me observó con detenimiento—. ¿Cómo te sientes? ¿Te duele algo?

Lo aparté de un manotazo.

—¿Cómo voy a sentirme? ¿Has visto dónde estamos?

Ya nos encontrábamos ante la puerta del edificio, de piedra vista, con alféizares profundos y numerosas velas encerradas en lámparas de cristal. Las contraventanas permanecían abiertas, cubiertas por finas cortinas a través de las cuales se apreciaban distintas figuras en poses lascivas.

—No salgáis del cuarto hasta pasado el mediodía, nos iremos tan pronto como anochezca. Solo intenta pensar que estás en otro sitio.

Suspiré hondo. Pau detuvo la berlina junto a otras similares y se nos acercó con los niños aferrados en sendas manos. Siset, en cuanto me tuvo cerca, corrió a mi resguardo. En su rostro vislumbré el terror, y también en Zeimos, quien apretaba los labios para disimular su incomodidad.

—Nadie os va a hacer daño —les dije—, lo prometo.

¿Podía cumplir aquella promesa? Siset moqueó y Zeimos negó con la cabeza.

Apenas faltaban un par de horas para el amanecer, quizá nos hubiera dado tiempo a encontrar otro sitio más apropiado, pero poco tenía que hacer ante la insistencia de Melisa. Saber que estábamos a salvo era mi único consuelo.

Una mujer se nos acercó felina, la misma que momentos antes nos saludó en la distancia. No vestía más que una bata de seda abierta, un culote que dejaba a la vista las rodillas, y uno de esos corsés imposibles que tanto gustaban a los ingleses. Sin mediar palabra, abrió la puerta y nos invitó a pasar.

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