13. Una velada especial

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Tan solo tardamos unas dos horas en llegar a Igualada

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Tan solo tardamos unas dos horas en llegar a Igualada. Bajo los cientos de antorchas y farolillos la noche no caía con tanta dureza, pese a que no había estrellas ni luna. Un suelo adoquinado con pequeñas piedras nos marcaba el camino a seguir.

—Esto es... —Melisa se aferró a mi brazo. Sus ojos estaban abiertos e iluminaban mucho más que cualquier llamarada—. Es maravilloso.

—Lo es —confirmó Pau, a su lado.

Ambos compartieron una mirada que no me agradó en lo más mínimo. Habían pasado la tarde juntos, dejándome al cargo de los niños, por lo que no pude hablar a solas con ella ni indagar sobre las atenciones que le destinaban y despertaban mis sospechas. Sus ropas eran más hermosas que las mías, de corte francés y porte estilizado, y le habían hecho un peinado digno de una reina, con algunos preciosos bucles artificiales que caían sobre su espalda.

—Y a ti, Marc, ¿qué te parece? —Bernat, que hasta el momento se había quedado atrás, se situó junto a mí y aprovechó la distracción de los presentes para que nuestras manos se rozaran, lo que me provocó un escalofrío—. No me negarás que es una obra de arte.

En las últimas horas, su actitud hacia mí había cambiado de forma radical, se comportaba como un caballero y, pese a las sensaciones que gritaban «peligro», aquello me agradaba, así que le devolví el gesto y observé la mansión. Sin duda alguna, parecía sacada de un cuento de hadas y nada tenía que envidiar al más lujoso de los palacios. Se erigía en medio de la villa, pero su terreno era amplio y lleno de vegetación. Cipreses y abetos se recortaban contra el cielo nocturno y unos setos bien cuidados daban la bienvenida a través de un laberinto raso decorado con más antorchas. En la fachada, bien iluminada, se distinguían cenefas y relieves color salmón, así como las palmeras a cada lado de los peldaños que daban al gran portón.

—Demasiado grande —contesté. Aquel lugar era un símbolo de opulencia, y la opulencia ajena tan solo me traía recuerdos de mi propia miseria.

—Que sea grande tiene sus ventajas.

Los cuatro ascendimos por las escaleras y ahí, muy rápido, un sirviente nos abrió tras hacer una escueta reverencia y entregarnos una copa de vino.

—Parece que todos te conocen. —No entendía cómo podía ser tan famoso, tan respetado. Era como si las puertas estuvieran diseñadas para abrirse a su paso.

—Hora de brillar, Melisa —importunó Pau—. Sedúcelos a todos.

La miré de reojo, ella sonreía... y asentía.

—No os fallaré —creí oírla decir.

—No os fallaré —creí oírla decir

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