11. Secretos y resuellos

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El bamboleo del carro entre las rocas de los caminos agrestes era estresante, pero por suerte no estábamos a oscuras, ya que me había llevado la lámpara de la habitación

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El bamboleo del carro entre las rocas de los caminos agrestes era estresante, pero por suerte no estábamos a oscuras, ya que me había llevado la lámpara de la habitación. El cristal protegía a la llama y su luz era más fiable que la de las velas.

Los niños dormían en un semi abrazo, compartiendo la manta con la que Pau los había cubierto. Los observé con detenimiento: ambos muchachos eran muy distintos, pero la conexión entre ellos era fuerte y fraternal, mientras que el vínculo entre mi hermana y yo era cada vez más débil. Me esquivaba y, cuando me miraba, lo hacía con decepción. A su vez, yo me sentía culpable por todos los pensamientos negativos que había exteriorizado y volcado sobre ella.

—Melisa, no quise tratarte mal —confesé conciliador. Tomé su mano y besé sus nudillos. Me esforcé en sonreír—. No soporto que me odies.

Ella entornó los ojos y dejó escapar un bufido.

—No puedo odiarte, Marc, pero quiero que confíes en mí. Odio los secretos. Seguro que cualquier cosa que me cuentes es menos grave de lo que me pueda imaginar por mí misma.

Rehuí sus ojos, de nuevo, centrándome en la llama. Era cálida, al contrario que el frío nocturno que rajaba la piel y convertía nuestras respiraciones en hálitos. Quería contarle que no solo había sido lo de ella, sino que había más, mucho más.

—Tuve un mal día y lo pagué contigo, lo siento. No me gusta estar rodeado de extraños.

—A mí sí. Marc, eres mi hermano y eso no va a cambiar, pero amo estar aquí y hablar con otras personas. El mundo es demasiado grande para desaprovecharlo entre cuatro paredes.

Suspiré y asentí con timidez.

—Cuéntame algo, lo que sea —insistió—. Demuéstrame un mínimo de confianza, por favor.

Negué con la cabeza. Pau y Bernat estaban fuera, tras la pequeña ventana. ¿Nos estarían escuchando? De haber tenido más privacidad, sí le hubiera confesado una pequeña parte, se lo debía y, además, también la atañía, pero abogué por la prudencia. Ya tendríamos tiempo de confesiones cuando nos encontráramos a solas.

Ella creyó que su hermano la evadía de nuevo.

Hastiada, suspiró y se asomó al asiento del conductor.

—Pau —nombró al cochero—. ¿Cumplirás tu promesa?

—Por supuesto, señorita —contestó él. Las yeguas se detuvieron y las ruedas chirriaron por el frenazo—. ¿Qué tal ahora?

—¿Qué promesa? —quise saber.

—No es asunto suyo.

La puerta de la berlina se abrió. Melisa salió de ahí con un brinco poco acorde a su salud. Dos segundos después, quien se sentaba a mi lado era Bernat.

—Tu hermana quiere aprender a conducir carros, ¿qué te parece? —bromeó.

Apenas terminó de hablar, Tramuntana y Queralt arrancaron al trote. Supuse que esa era la promesa de la que habían hablado. Mi hermana decía no conocerme... ¿No podría yo decir lo mismo de ella?

El Precio De la Inmortalidad Where stories live. Discover now