2. Una cita misteriosa

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El local era más lujoso por dentro que por fuera

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El local era más lujoso por dentro que por fuera. A medida que avanzaba, bajo la atenta mirada del putero, el olor a serrín y aceite quemado se veía reemplazado por el de cerveza y pachuli. La clientela estaba formada por hombres que vestían amplios sombreros, lujosos ropajes, y portaban gruesos puros reclinados en sus labios. Todos parecían tener clase, aunque no eran más que unos desalmados que merecían la muerte.

También, sentada al piano, se encontraba una mujer de falda amplia, fino corsé y pechos indulgentes, cuyos dedos se deslizaban entre las diversas teclas y convertían las voces en murmullos. Recuerdo que pensé en lo bella y oscura que era la melodía.

Las mesas eran de gres, rectangulares y con la estructura en forja negra, aunque al fondo, junto a una pequeña puerta granate, se vislumbraba una más rústica, de madera, aunque igual de lujosa que las demás. Allí, con la mirada fija en una copa de metal, se sentaba el hombre al que había venido a buscar. Tenía las facciones suaves, el rostro fino, perfilado por una barba muy delgada, y, a pesar de aparentar poco más que yo, el cabello, castaño en su mayoría, se diversificaba en canas. Le daban un aire interesante.

Quise mostrar la mejor versión de mí mismo, por lo que me dirigí a él con pasos confiados y una inocente sonrisa.

—Bernat, ¿verdad?

El hombre asintió, así que le ofrecí la mano a modo de presentación. Él tardó más de lo esperado en responder al gesto y, cuando lo hizo, fue de una forma rápida e insegura. A su tacto sentí un escalofrío. Bernat estaba helado.

—Y supongo que tú eres el amigo de Robert.

Su acento tampoco era de la ciudad. Quise ubicarlo, no estaba familiarizado con él. Era como una mezcla de francés y alemán, una combinación un tanto extraña. El tono, suave y grave como un arrullo. Hipnótico.

—Así es —contesté, pese a que no podía considerar al imbécil de Robert como un amigo. Tomé asiento y decidí ir directo al asunto que me había traído ahí—. Él me dijo que podías ayudarnos. ¿Es así? —Sin saber por qué, empecé a sentirme incómodo. Aquel hombre me inquietaba demasiado y me transmitía una sensación de peligro. Alcé la mano y pedí, de lejos, lo mismo que estaba tomando él. El mesero me ignoró—. ¿Cómo piensas hacerlo? —pregunté, tras desistir en mi vano intento de ser atendido.

—Aún no he dicho que piense hacerlo.

Bernat alzó el rostro, que hasta ese momento había permanecido titubeante entre la copa y yo. Esta vez me dedicó una mirada directa en la que distinguí el color de sus ojos: violetas. Al darme cuenta, me estremecí y parpadeé para asegurarme de lo que había visto. Dio un sorbo, entonces, el color varió a un castaño oscuro, casi negro. Convencido de que no era más que un espejismo, me llevé la mano al bolsillo y extraje una pequeña bolsa de cuero que deposité sobre la mesa.

—Tengo dinero.

—No quiero dinero —replicó al instante.

Lo suponía. Robert no tenía amigos decentes y, aunque venderme a mí mismo era algo que detestaba, accedí, porque cuando se ha llegado al punto al que yo había llegado, uno mismo deja de importar. Mi cuerpo ya no era mío, sino de quienes pagaban por él. ¿Debía importarme uno más? Lo odiaba, sí, pero, por contradictorio que pudiera parecer, también me daba igual.

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