9. Malos entendidos

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El frío se acentuó y la llama del cirio murió a causa del aire que lo acompañaba

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El frío se acentuó y la llama del cirio murió a causa del aire que lo acompañaba. Para variar, me sentí paralizado ante su presencia.

—¿Tú eres la Marieta a la que Griselda anda llamando a gritos?

La muchacha se puso en pie, sacudió su falda y se marchó veloz, sin despedirse, aunque al pasar junto a Bernat, ralentizó el ritmo, intimidada, y lo recuperó al rebasarlo.

—Veo que has tenido un buen día —me increpó, después—. Lo último que esperaba era verte seduciendo a una doncella.

Extendió su mano hacia mí para que lo acompañara al exterior de la ermita. Fuera, ante el pórtico, se hallaba un pequeño farolillo que él recogió y me ofreció. Supuse que lo había traído consigo. Lo acepté con urgencia, pues no quería estar a solas con él, ahí, a la intemperie y rodeados de oscuridad. Necesitaba regresar.

—Hacéis buena pareja —bromeó como si fuéramos amigos.

—¿Quién va a querer a una puta como yo? —Me enojó su condescendencia. Pudiera parecer que yo era un cobarde, pero dudo que tener miedo y ser cobarde signifiquen lo mismo, porque, a pesar de temer a Bernat, siempre acababa enfrentándome a él. Creí que me contestaría mal, no fue así, simplemente se quedó pasmado, como si no entendiera a qué venía mi grosería—. No te hagas el tonto, te has encargado de restregarme varias veces el asco que doy.

El viento aulló y las hojas secas de los árboles crepitaron en las ramas. Bernat se encaró a mí. Luego, con una caricia sobreprotectora retiró el cabello que me caía en la frente. En un suspiro, pasé del enojo a la desazón y a necesitar su contacto.

—Nunca he dicho que des asco.

—¿A pesar de lo que he hecho? —sollocé.

—No has hecho daño a nadie, solo te has sacrificado a ti mismo. No deberías dejar que tu pasado te defina.

—¿Pasado? Cuando volvamos, Robert me exigirá que cumpla su parte del trato —le recordé—. Él es mi presente.

—Robert ya no será un problema, te lo aseguro.

Aquellas palabras sonaban extrañas en sus labios, sin embargo, me reconfortaron y sentí ganas de llorar. Las promesas de felicidad no eran más que amenazas que traían dolor, yo lo sabía muy bien.

El violeta refulgió en sus ojos, la curiosidad en su expresión. Se acercó e hizo amago de querer abrazarme. Yo lo rehuí, aunque anhelaba el consuelo. La muerte era atractiva, seductora. A veces había fantaseado con ella, a la vez, me daba pavor. Algo prohibido y peligroso en lo que adentrarme. Con Bernat sucedía lo mismo, me aterraba, me enojaba, me atraía. Fuera como fuese, a su lado siempre estaba en tensión.

—Gracias —acerté a decir.

—No me las des. Ve ahí adentro, busca a esa doncella y, si se deja, fóllatela. Nos iremos a medianoche.

El Precio De la Inmortalidad Where stories live. Discover now