19. La enfermedad del devoto (parte 2)

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Pasé horas sin comer ni dormir, perdido en mis pensamientos y agazapado en mi trinchera. Cayó la noche, los ladridos de los perros fueron sustituidos por los cantos de los lobos y las voces de los campesinos por risas etílicas y peleas de cantina.

—Marc —me llamó Bernat—. Tenemos que retomar el viaje.

Aparté el secreter, abrí, lo agarré del jabot y lo empujé hacia dentro, cerrando la puerta a nuestra espalda.

—¿Cómo has podido? –le reclamé–. Pensé que yo te importaba... —Gruñí algo y me tropecé con uno de los relojes.

Bernat contempló mis cachivaches con curiosidad. Después, se inclinó para prender una llama derrotada por el aire de nuestros pasos, sonrió de lado y me invitó a acomodarme sobre la cama. Estábamos frente a frente: yo, sentado; él, de pie. Me sujetó de la cintura y me invitó a mirarlo a los ojos, donde el fulgor violeta se intuía con facilidad.

Esperé a que me diera una explicación, mas no surgió palabra alguna de su boca, sino que me tomó de la mejilla y me dio un beso largo, apasionado, que me dejó enajenado casi al instante.

¿A quién quería engañar? Necesitaba su veneno en mí, la sensación de poder que me transfería y olvidar todo lo acontecido. Le pedí más, insistí, lo agarré de la nuca. Él, en cambio, empezó a rehuir de mis labios hasta que, a fuerza de insistencia, conseguí robarle otro beso, más superficial, pero igual de sentido.

—Debes tener paciencia —me dijo.

Me tumbó sobre el lecho, apresó mis manos junto al cabezal de forja y depositó nuevos besos en derredor de mi cuello.

—Ella dice que estoy enfermo —jadeé.

—Dale tiempo...

—No quiere que te acerques a mí, y se lo has prometido.

Empezó a desabotonar mi camisa mientras yo forcejeaba por robar otro beso.

—Cambiará de idea —me aseguró entretanto.

Me sentía apresado bajo él. Quería soltarme, sorber el veneno, también me sentí excitado por su arrojo y por la creciente necesidad que tenía de él. Finalmente, me liberó, aproveché raudo para darle la vuelta a la situación y ser yo quien se situara encima.

—Nada de besos —pidió.

Yo estaba hambriento. Al fin y al cabo, solo era un enfermo, ¿no? Aun así, me contuve, acaricié su boca con la mía, labios entreabiertos y tentadores. Fue él quien terminó cazándolos y, pese a que intentó que no profundizara, no resistí. Le invadí con mi lengua, ansioso, busqué el néctar que ocultaba mientras me balanceaba sobre sus caderas. Él gimió con disconformidad, mas no me esquivó. Podría haberme empujado, haberse puesto en pie y salido de ahí dejándome a solas, sin embargo, me consintió beber más y más. Llevó sus manos a mis muslos y acompañó el vaivén al que me mecía sobre su sexo mientras le sujetaba con fuerza de las mejillas con tal de impedir que se apartara.

Las sombras uniformes que nos rodeaban se movieron en círculos, una descarga de poder fluía de él hacia mí, mi cuerpo ardía y los deseos ajenos se amontonaban en mi interior como si fueran pequeñas partículas de felicidad. Una fuente inagotable que potenciaba mis sentidos. Podía escuchar cómo el crepitar de las llamas y el sonido mecánico de los relojes formaban una melodía poderosa en la que perderse.

Me olvidé de mi hermana, que era lo que buscaba en un inicio, y de Robert.

Bernat dejó de oponer resistencia, se desprendió de mi camisa y, sin liberar sus labios, yo me deshice de la suya. Acaricié su torso, sus pezones erectos, busqué el broche de su pantalón. Entonces, él me agarró de la cintura y me tumbó de espaldas. Me quejé entre resuellos: quería regresar a su boca, que el influjo no se detuviera.

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