25. Campanas de medianoche

148 19 111
                                    

No dije nada

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

No dije nada. Mi mente se evadió por completo y me vi a mí mismo arrodillado ante Cristo, debatiéndome si pedir perdón o decir adiós. ¿Quería ser partícipe de ello hasta el final? Ya no tenía sentido.

Entretanto, el tiempo giraba a mi alrededor. Apenas sentí unos llanos pinchazos cuando Samanta cosió mi herida; durante un lapso, tuve la sensación de oír a Paula preguntándome por lo sucedido. Sus ojos me observaron a través de una fina neblina tras la cual intuí compasión.

Lo siguiente que recuerdo es el traqueteo del carro, que poco a poco me transportaba a la realidad. Ya habíamos partido y la noche se cernía sobre nosotros, helaba nuestra respiración y congelaba en el aire cada uno de nuestros pensamientos. Las cortinas de la berlina se mecían en ondas, testigos de la cercanía de una tormenta.

Viajábamos en silencio, sin mirarnos. Todo era tan extraño... Tanto Pau, quien se sentaba a las riendas de las yeguas, como Melisa, permanecían a la espera de mi reacción. Yo... No sabía qué pensar, qué hacer, y tenía miedo de volver a estropearlo todo por culpa de mi impulsividad. Necesitaba digerir despacio, aumentar mi autocontrol y analizar cada uno de mis pensamientos.

Bernat no nos acompañó, supuse que era lo mejor. Averiguar lo que pretendía hacerle a Melisa sembró una nube oscura en mí que bailaba con la culpa por lo acontecido. De haberlo tenido delante, lo hubiera zarandeado, suplicado, abofeteado, besado... Tener ese amasijo de sensaciones era una tortura, aunque Melisa tenía razón, en el fondo siempre lo supe.

Temblé y me castañearon los dientes. Los niños, meros espectadores, se mantuvieron erguidos en su sitio. Su silencio era más real que en ocasiones anteriores. Yo percibía la forma en que me observaban, tanto a mí cómo a la venda del antebrazo, no obstante, no fui capaz de alzar la mirada. Si al menos hubiera dispuesto de mi reloj... Tuve que contentarme con doblar y desdoblar los bordes del vendaje.

—Creo que queda poco para llegar —mencionó Melisa con voz ausente. Asentí y apreté los dedos sobre mis muslos—. Marc, deberías estar feliz: viviré gracias a ti. —Puso una mano en mi hombro, yo mantuve la posición. No quería verla. ¿Por qué alguien aceptaría llevar al demonio en la sangre?—. Mírame un segundo —insistió sin ningún resultado—. Bien, no me mires, solo escúchame. Todo va a cambiar desde ahora y estoy muy preocupada por ti. Necesito saber qué planes tienes, qué piensas hacer. Solo así podré estar tranquila.

Moví la cortinilla y observé los árboles que dejábamos atrás. Daba la impresión de que los que se movían eran ellos mientras que yo me mantenía estático. El aire nocturno se sentía húmedo y las primeras gotas de la tormenta empezaron a caer con timidez. A lo alto, la luna brillaba hermosa, blanquecina, envuelta en un halo de algodón grisáceo.

Sentí una congoja extraña, vértigo. Melisa viviría, sí: convertida en un ser diabólico. Aquello era difícil de asimilar, pese a todo, con vergüenza reconozco que aquel no era mi verdadero temor.

Una parte de mí deseaba ser libre desde hacía mucho. Ahora tendría dinero para ello, podría empezar una nueva vida, lo que siempre quise. De pronto, me aterraba esa sensación. Melisa era parte de mí. Ella era mucho más que mi hermana, una extensión de mi propia existencia; habíamos prescindido de palabras para entendernos; nos habíamos dado abrigo el uno al otro. La amaba, no de una forma carnal, claro, pero tampoco la amaba como un hombre ama a su hermana, sino en la forma en que cualquier persona ama una parte de sí. Ahora, ella iba a casarse, otras manos recorrerían su cuerpo, que era el mío; robarían sus besos, sus sonrisas, como en su momento me lo robaron a mí. En el fondo daba igual, porque la Melisa que creí conocer no era la misma que se sentaba a mi lado en el carruaje ni la que sería días después, cuando Bernat completara el ritual. No, mi dulce Melisa había desaparecido para siempre y con ella la única inocencia que me quedaba en el mundo. Los dos arderíamos por ello; o los tres, si contaba a Pau, quien guiaba a la mujer que amaba a los brazos de otra persona; o los cuatro, pues Bernat era el menos indicado para librarse del averno.

El Precio De la Inmortalidad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora