Capítulo VIII

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El siguiente capítulo contiene lenguaje erótico muy descriptivo, abstenerse de leer si esto pudiese ofenderle.
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Como un felino salvaje, hambriento y agazapado entre el follaje de las malvas y las grandes hojas de los maceteros en el corredor, la atractiva y madura mujer avanzaba sigilosa en un muy fino camisón de seda.

A través de la delgada tela podían adivinarse con facilidad aquellas partes de su todavía sensual anatomía que reaccionaban con el frescor de la noche.

Caminando de puntillas y cuidando que nadie pudiese verla -en especial ese espantoso perro tan molesto- continuó su trayecto.

La hacienda estaba silenciosa. Ni siquiera los grillos de la noche se escuchaban cerca pues recién habían fumigado para evitar las frecuentes plagas que suelen asolar las haciendas a causa de la crianza de ganado.

Kena, la guardiana canina no andaba cerca, sus lejanos ladridos le otorgaban a Sara la luz verde que necesitaba para avanzar sin miedo. Sara sintió la emoción vibrando en su interior cuando encontró el camino libre de obstáculos para lograr lo que tanto deseaba.

Solo rogaba que la puerta no rechinara demasiado. Las odiosas puertas viejas de la hacienda podían echar abajo sus planes al delatar su llegada. Por si acaso llevaba en su mano un frasquito con aceite de almendras para disminuir el chirriar de las viejas bisagras. Lo tenía todo perfectamente planeado.

Tras aplicar torpemente el aceite con el gotero en los puntos necesarios y empujar despacio la puerta -que con frecuencia permanecía sin cerrojo- pudo entrar evitando hacer el menor de los ruidos.

Todo se estaba confabulando a su favor.

El ambiente amaderado, cítrico, exquisito de la habitación de Alberto, golpeó como ráfaga erótica sus fosas nasales. Los iris de sus ojos se dilataron al máximo, tratando de enfocar en la oscuridad la silueta difusa del delicioso hombre que yacía en su cama medio desnudo. Se había quedado con sólo la ropa interior puesta, pero para suerte de ella, el fuerte torso y sus gruesas piernas estaban listos para recibirla.

Se acercó despacio, sin demorar demasiado en la contemplación del suculento manjar que planeaba devorarse. A tientas llegó hasta el cuerpo cálido de él y con los movimientos ondulantes y escurridizos de una serpiente y la piel húmeda a causa de su propia transpiración se deslizó sobre el firme cuerpo del hombre y se excitó al sentir entre sus piernas el roce del sexo masculino, todavía en reposo.

Su plan no había fallado después de todo. Guillermo dormía pesada y plácidamente. Vaya que había sido una ardua jornada para su joven amado. Lo recordaba cargando esas pesadas cajas "con algo" para la comida, limpiando el sudor de su frente con el dorso de su mano, su camisa abierta y sus ropas empapadas en las zonas donde sólo un hombre fuerte se moja. Sara se humedecía las entrañas con los recuerdos del día anterior y fuertes oleadas de deseo contrajeron su vientre con la urgencia de ser invadido, llenado por completo. Por esa razón no tardó en montarse sobre el macho que pretendía galopar esa noche.

Su mano izquierda acariciaba casi con adoración el abdomen del joven, encontraba deleite en cada vello que sus dedos rozaban hasta volverse más densos a medida que su mano viajaba hacia el sur. Con su otra mano deslizó muy despacio la prenda masculina hasta que pudo sentir cómo se liberaba el bulto debajo de la tela y apresuró entonces el contacto de su húmeda carne con la piel ajena, todavía dormida.

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