Capítulo III

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Guillermo se quedó dormido ahí en el montículo de paja. Despertó con los lengüetazos de Kena en su rostro. Tomó su camisa y con ella se sacudió el cuerpo.

A una distancia prudente miró a Naran. No consideró necesario llamar una vez más al doctor Martín. La yegua lamía y relamía fascinada a su crío, acercándolo a ella para amamantarlo, absorta en su felicidad, olvidándose de todo lo demás.

El joven decidió entonces ir a darse un baño, las manchas en su ropa y piel comenzaban a volverse plastas tiesas y hediondas.

Pensaba en las palabras para reclamarle a Martín, el médico de sus animales.

-O más bien debería agradecerle eternamente por haberla enviado a ella, pues de no haber sido así, no la habría visto. -Se encontró hablando solo.

Estando fresco y relajado se encaminó a la cocina. El golpeteo de cucharones y pocillos se escuchaba hasta afuera, en el pasillo.

-Ya estaba oscureando cuando Toñito y Archi salieron de la hacienda para llevar a la señorita Candy a su casa.

-¿Y se fueron en su auto?

-¿Dónde más se irían? No creo en tanta chulada como pa'que les hubieras prestado tu camioneta. -Contestó Dorita.

-Me conoces demasiado bien querida Dorita -Guillermo Alberto se quedó muy pensativo.

-Ándale muchacho, cómete tus enchiladas que se te van a enfriar, yo ya no estoy en edad para calentar cinco veces un mismo plato. Mira, te aparté una coquita…

La buena mujer colocó el platillo humeante sobre la mesa, y sirvió en un vaso con hielos la burbujeante bebida oscura.

El muchacho no lo pensó más y se empezó a devorar todo, deleitándose con el aroma y el exquisito sabor de la comida. Era fantástica la cocina de Dorotea Pérez, esa mujer siempre lo hacía feliz con sus guisos y consejos. Trabajaba con su familia desde muchos años antes que él se asomara siquiera al mundo. Dorita, tenía una larga historia con los Andrade. Dorotea y Pedro habían trabajado para ellos desde bien chamaquitos. Ambos hermanos, los mayores de una familia de quince hijos, tuvieron la suerte de conocer a la familia de hacendados, a la que siempre fueron leales y en la misma medida fueron apreciados.

-Y dime… ¿la viste Dorita?

-¿Qué cosa niño?

-A ella, a Candy.

-Ah, si… si la vi. -La mujer terminaba de lavar unas cazuelas y se secó las manos con una toalla de tela, para mirar después a Guillermo. -Estuvo aquí comiendo, está flaca flaca pero come con ganas, sabrá Dios donde le cabe tanto… yo la atendí bien, como tú me dijistes.

Guillermo sonrió contento, lo mínimo que podía hacer por Candy era enviarla a casa con su estómago lleno, ya mañana vería la manera de pagarle unos buenos honorarios. -Hoy, gracias a ella, todo resultó bien, como debe ser. Supongo que es enfermera, dijo que ha ayudado a nacer a cientos de bebés.

-Es médico, por lo que oí. -Corrigió la señora.

-Mmmmm, esto está buenísimo… -Guillermo se saboreaba cada trozo de cecina como si se tratase de un manjar de reyes. Trataba de disimular el interés en Candy, haciendo comentarios sobre la comida. Pero su mente almacenaba cada miligramo de información sobre ella… es comelona, ¡y es médico! Pensó emocionado y más admirado todavía.

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