Capítulo IX

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Mucho antes del medio día, la lujosa camioneta se estacionó frente a la clínica de mascotas. El par de jóvenes bajaron del vehículo atrayendo hacia ellos todas las miradas. Ambos usando botas vaqueras, con paso pausado, seguro, varonil, caminaron hasta llegar a una fila de inquietos y ruidosos pacientes no tan pacientes. Dos perros, una caja con cuatro gatitos, un cotorro, un hurón y hasta un burro apostado en la acera esperando por una revisión que ya estaba tardando bastante.

La puerta se abrió de pronto y de ella salió una niña pequeña con un gato y la pata entablillada, detrás de ellos apareció una preciosa mujer con rizos dorados semi atados de cuyo peinado escapaban rebeldes algunos mechones. El gato parecía medio muerto, medio borracho, pero sólo estaba algo dormido. Arreglarle la pata lastimada hubiese sido imposible sin un eficaz somnífero. La voz alegre, sexy y gentil llamó al siguiente par de pacientes anotados en su lista. El dueño de los cachorros Schnauzer entró ruborizado al tiempo que se sacaba frente a Candy el sombrero en forma de un nervioso saludo.

La joven le respondió educadamente y le invitó a pasar, lucía muy atareada, con su mandil de huellitas impresas en tela. Miró de reojo los pacientes en la fila pero los verdes luceros se abrieron emocionados y brillantes cuando reconoció en el lugar, al par de muñecos vivientes, delirantemente atractivos, que sonreían en silencio mientras la miraban fijamente.

-¡Alberto! ¡Terry! -Se dirigió fascinada hacia las imponentes figuras; una, la de su guapísimo novio y otra, la de alguien que había logrado en pocos días hacerse de su amistad y un gran cariño. Se acercó al par de guapos hombres sin hacer contacto con ninguno. Alberto acortó la distancia con la clara intención de abrazarla pero ella no lo permitió. -Estoy sucia amor, tengo pacientes, perdóname. -Se disculpó en voz baja, apenada.

-Princesa, venía a robarte... -A Guillermo no le importó la advertencia de ella. Deseaba levantarla en sus brazos y comérsela a besos, pero obvió que no era ni el lugar adecuado, ni el momento perfecto. -Voy a llevar a Terry al aeropuerto. Quería que vinieras conmigo.

-Imposible, mi tío me dejó a cargo, y miren, -señaló Candy la fila. -Tengo chamba para rato.

-Entonces traeré algo para comer juntos. Vendré a buscarte más tarde, si tú quieres... -Estaba decidido a pasar el resto del día con ella, pues entre los pendientes legales que había tenido que solucionar y las ajetreadas mañanas de ella en la clínica de animales, no habían podido disfrutar de tanto tiempo juntos. No tanto como él deseaba, pues sólo algunas tardes y parte de las noches se habían reunido para comer o cenar.

Tereso aprovechó que Alberto recibió una llamada de Jorge Villas para acercarse a Candy. Tomó sus manos y se despidió de ella: -Espero verte muy pronto "pequeña pecosa"... ha sido un verdadero placer conocerte. -Ambos se llenaron de buenos deseos y en un gesto inesperado para Candy, Tereso ignoró su advertencia y le robó un abrazo bien apretado, de hecho, la joven se paró en puntitas a causa del gesto y del beso en la mejilla que el guapísimo y osado arquitecto, plantó en la suave y sonrojada piel de ella.

Todo eso lo miró Alberto mientras seguía atendiendo a medias la inoportuna llamada del abogado. Al terminar la conversación Alberto se acercó a los suaves labios y tomándola del mentón le robó un besito, de esos que llaman "piquitos". Amaba provocar un rubor exquisito en la linda y pecosa cara de su novia amada, quien apurada y nerviosa, se despidió una última vez de ambos y entró de vuelta al iluminado cuartito con la fría mesa de acero inoxidable al centro.

Fue hasta entonces que se percató Alberto, de la muy atenta clientela al escuchar algunos suspiros y una que otra tosecilla necia.

La mayoría jóvenes hombres, de botas y sombrero. La mayoría babeando por la hermosa, joven y gentil doctora cuyo delantal no cubría por la parte de atrás el bien torneado y perfecto trasero.

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