El suave traqueteo del carruaje adormecía poco a poco a la pequeña Eri, apoyada en su madre, Freya, quien la rodeaba con su brazo y le dedicaba suaves caricias.
Kota y Katsuma permanecía cada uno en un extremo de los asientos. Ambos admirando las calles parisinas y las lujosas casas frente a las que pasaban, ya no lo hacían con el mismo asombro que el primer día en que llegaron allí, pero igualmente sus inocentes ojos brillaban de ilusion. Su nuevo hogar estaba situado en un completo cuento de hadas.
Coloridas flores adormaban los balcones y los jardines de las personas que habitaban allí. Podían ver paseando por las aceras s gente con una muy buena vestimenta, de la más cara. Kota contuvo la risa al ver a una señora mayor, su cabello estaba recogido de forma abombada, parecía...
- Mamá, esa mujer tiene un culo en la cabeza.
Soltó Kota mientras señalaba a la mujer, quien pareció oírle, puesto que se volteó indignada y soltó un comentario.
- Niño insolente.
- Kota. -Freya pronunció su nombre de forma autoritaria, apartando su mano de Eri unos segundos para propinarle un leve tirón de oreja al niño.- Yo no te he educado así.
- ¡Auch! Jo...
Se sobó la zona dolorida y ligeramente enrojecida.
Eri entreabrió sus ojos y parpadeó repetidas veces, siendo despertada por el quejido de su hermano y el movimiento de su madre.
Madame Adelaide, sentada frente a ellos, posó sus dedos sobre su boca, dejando escapar una suave carcajada.
- Menuda imaginación tiene este niño.
- Sí, le sobra... -Freya suspiró.- Esto debe ser una carga enorme para ti. En cuanto obtenga el dinero necesario para vivir los pequeños y yo nos iremos y podrás estar tranquila al fin.
El marido de Freya murió en un accidente automovilístico, él era poseedor de una gran fortuna, pero lastimosamente al no casarse y no compartir bienes ni Freya ni los niños obtuvieron nada, se quedaron en la calle con muy poco dinero para subsistir. La pena de haberle perdido a él y de estar acabados económicamente los sumió en un profundo y oscuro pozo del que pensaron que no saldrían, pero por suerte Madame Adelaide, una gran amiga de Freya, se ofreció a ayudarles, dejando que vivieran en su casa hasta que Freya lograse reunir las ganancias suficientes para hacerse con una vivienda en condiciones.
Antes de conocer al que fue su esposo ella pertenecía a una familia humilde, le conoció a él cuando trabajaba de camarera en una preciosa cafetería y vivieron juntos además de tener tres preciosos hijos que ahora no tenían ninguns figura paterna, pero sí tenían a una madre luchadora que los amaba por encima de todas las cosas.
