EPÍLOGO

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Frío.

Eso es lo único que siento en mi piel ahora que ya el fuego no está con nosotros. Se supone que tendría que estar acostumbrada a su ausencia, ser igual a las demás, pero realmente no podía. Extrañaba su compañía, aún si eso estaba prohibido. Odiaba su presencia y jamás le había demostrado otra cosa que aquello; pero realmente estar a su lado, sea para bien o para mal, me hacía sentir menos sola.

Ahora el agua del océano, fría y silenciosa, era lo único que podía sentir en mis branquias, las cuales ardían y picaban cada vez que me adentraba al agua y no salía por unas horas. Odio no ser como las demás. Capaces de olvidar el calor del fuego y seguir con sus vidas, aún felices y totalmente conformes con su hábitat natural.

Así debería ser yo, pero no. Siempre fui como una marginada en este lugar, acostumbrandome a sus miradas gélidas y frías como la brisa de la orilla, teniendo que compartir el mismo cielo, la misma tierra y el mismo océano. Ella no había hecho eso, aún siendo de una especie distinta a la mía, ella jamás había querido deshacerse de mí. En cambio yo, deseaba profundamente que se fuera y no volviera a dirigirme la palabra.
Su compañía no hacía más que traerme problemas con las demás. Me hacía sentir aún peor. Una paria que solo tenía como compañía a una ninfa del fuego, quien solo estaba cerca por la lastima que daba.

"Seguro le das tanta lástima que eres su forma de no aburrirse".

"Nah, aburrirse lo haría con ella. Seguro solo le da curiosidad y la olvide cuando se de cuenta de lo simple y patética que es".

Y eso había pasado. Se había ido. Ya no quería verme, seguro era eso. Después de todo, yo le había pedido millones de veces que no volviera a acercarse y me dejara en paz. Seguro se dió cuenta finalmente que era alguien para nada interesante y que era tan simple como cualquier otra ninfa del océano. Patética y aburrida, sin ningún don o aptitud, más que poder hacer formas en el aire con el agua o hacer burbujas de vez en cuando.

Eso soy. Una patética Ninfa Oceánide, más mortal que los insignificantes humanos. Por que eso eran: insignificantes. Al igual que yo. Había veces en las que me mezclaba entre ellos y aparentaba tener una vida feliz, como una adolescente tonta, intentando encontrar a su verdadero amor. Pero la verdad es que jamás logré sentir más que repulsión por aquellos seres. Los veía tan insignificantes que me daban asco, algo que hacían las demás conmigo, pero era una sensación que no podía quitarme de encima.

No tengo madre más que el océano y más hermanas que las miles de ninfas Oceánides que apenas me dirigían la palabra más que para molestar.

—¡Nadine!

Por los dioses.

—¡Ya voy!— Grité en respuesta.

Bajé de mi escondite, colgando mis piernas de las ramas del árbol y cayendo perfectamente sobre las hojas oscuras del suelo, húmedas por las constantes lluvias del clima.
Corrí lejos de los árboles y me dirigí al océano, dónde realmente pertenezco. Cuando salía de entre los últimos árboles del camino, allí estaba una de mis hermanas, con los brazos cruzados y la misma cara que siempre pone cada vez que va a regañarme por ir más allá del océano y la arena.

—¿Otra vez colgando entre los árboles como un mono?

—Dejame en paz Ula. ¿Qué es lo que quieres?

Desearía ser una ninfa de las flores. Eso sería más sencillo. Incluso tendría hermanas menos...frías y poco cariñosas.

—Azariel quiere dar un anuncio.

Azariel...

—Sí, ¿Y?— Dije irritada.

—¿¿Y??, Es importante idiota. Él no quiere empezar sin tu presencia-. Respondió, rodando los ojos y rechinando los dientes de rabia.

Vivas por siempreWhere stories live. Discover now