4. Herir

3.1K 170 10
                                    

—Así que... despertaste anteayer...

—Sí, bueno, en verdad desperté hace una semana más o menos. Al principio abrí los ojos, pero nadie se dio cuenta; luego fui recuperando la consciencia y empecé hablar un día un poco y al otro un poco más y así... 

Rodrigo y yo estamos sentados en un banco de el Rodeo cerca de la cascada. Él aún sigue conmocionado por haberme visto. Estamos sentados en el respaldo del banco, él ya se ha quitado los cascos y apagado la música de su móvil. No le recuerdo con claridad, pero poco a poco me van viniendo pequeñas facetas de él escondidas en mi mente. De todas formas, quiero hablar con él para saber más, para saber quién era realmente.

—Vaya... estas semanas si que se me han hecho muy largas. Creí que no volvería a verte... —Las palabras de Rodrigo se convierten en un débil hilo de voz. Parece que tiembla, intenta reprimirse las lágrimas, otra vez.

—¿Vienes mucho por aquí, Rodrigo?

—Sí, en realidad... Vengo todos los días a correr. Los fin de semana vengo de madrugada. Quiero ponerme en forma y adelgazar —sorbe por la nariz.

Con mi vista recorro toda su silueta, extrañada. La sudadera se ajusta perfectamente al torso, marcándolo, el chándal recubre unas piernas atléticas y sus manos fuertes comienzan unos grandes brazos en tensión.

—Pues yo no te veo obeso, más bien... todo lo contrario.

Rodrigo sonríe con tristeza.

—Eso no fue lo que dijiste hace unos meses. Si vengo aquí todos los días fue porque me llamaste gordo asqueroso. Y quería demostrarte lo contrario.

—¿Eso dije yo? —pregunto sorprendida.

Rodrigo asiente lentamente, con la mirada perdida en el suelo. Yo guardo silencio unos momentos, meditabunda.

—¿Desde cuándo nos conocemos, Rodrigo? 

—Yo, por lo menos, desde que tengo memoria. Por supuesto, tú no te acordarás ahora, pero solíamos ser amigos desde que íbamos a preescolar. Después... en el instituto... cambiaste de forma radical. Comenzaste a maquillarte, a emborracharte y a salir con otro tipo de gente. Y ya no quisiste volver a estar conmigo, ni con ninguno de nuestros amigos. Nos mandaste a la mierda, según tú —explica.

Puedo sentir todo el dolor que sale de su boca. Las palabras cargadas de lástima que arrastran sus labios. Tristemente, los recuerdos de mi infancia van tomando forma en mi mente, y en ellos la inocente cara de Rodrigo se hace más nítida. Junto a esos recuerdos me vienen los de mi puvertad, más borrosa pero, sobre todo, más fría y dolorosa.

—Rodrigo, ¿de verdad yo era así? ¿Tan... cruel? 

El silencio de mi compañero contesta por él. Yo tampoco rompo su silencio. Las fotos del corcho de mi habitación no mentían. ¿Qué esperaba? Y por primera vez, un sentimiento recorre mi cuerpo. Odio. Odio hacia mí misma.

—¿Me odias? —pregunto.

Rodrigo vuelve a sonreír. ¿Por qué sonríe? No tiene motivos para hacerlo.

—No, claro que no te odio Alba —amplía su sonrisa—. Ni te odiaba; nunca te odié. Intentaba recordarme a mí mismo lo que eras; por todos nuestros momentos juntos, por todas las sonrisas y secretos compartidos. Por nuestra amistad, nunca te odié.

—¿Por qué?  —interrogo confusa.

Rodrigo se gira y me mira. Sigo sin entender por qué sonríe, por qué está al borde de que sus lágrimas se derramen de emoción. De por qué me mira con dulzura y se alegra de verme viva, cuando debería desear que hubiese muerto en el accidente.

—Deberíamos irnos ya, es tarde y mi madre se pone histérica cuando me retraso. Y seguro que la tuya también. Te acompaño a casa —se limita a responder.

De camino a casa, la mayor parte transcurre en silencio, me hubiese gustado que me hubiera respondido antes. Si yo fuera él, me odiaría con todas mis fuerzas. Sin embargo, le pido a Rodrigo que me cuente cosas, las que pueda, todas las cosas que compartí con él, quiero recuperar mis recuerdos de él, parecen los más plácidos.

Si no hubiese sido gracias Rodrigo, probablemente me hubiera perdido, casi no me acuerdo de cómo se llegaba a mi casa; menos mal que él sabe donde vivo. Hizo bien en ofrecerse a acompañarme.

—¿Irás mañana a clase? —me pregunta antes de despedirse.

—¿Clase?

—Sí, al instituto; seguro que todos se llevarán una sorpresa al verte —vuelve a sonreír con tristeza.

Recuerdo entonces lo que es eso pero, sobre todo, recuerdo que no me gustaba nada, aún es borroso el porqué.

—Quizás... No lo sé —respondo.

—Me gustaría que fueses. Te veré allí si vas mañana —sonríe con nostalgia.

—Bueno... —saco las llaves de mi bolsillo y las meto en la cerradura del portal—. Me alegra mucho de haberte visto y recordar quién eres. Gracias por acompañarme, Rodrigo.

—Llámame Rodri, así me llamabas siempre...

—¿Rodri?

Él asiente.

—Entonces... hasta luego, Rodri.

—Adiós, Alba —vuelve a regalarme una de sus enigmáticas sonrisas, se pone los auriculares y enciende el reproductor de su móvil.

Yo aún no entro en el edificio, me quedo observando cómo se aleja, cómo se pone la capucha de su sudadera y retoma el ritmo de su marcha. Observo también todas las heridas sin cicatrizar producidas por un dolor que yo misma le instigué, aunque no sean visibles. Y, sin embargo, me sonríe. Y, a pesar de todo... no me odia.

Y, entonces, soy consciente de lo que puedo llegar a herir a una persona.

DespertarWhere stories live. Discover now