8. Morir

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Las gotas recorren mi rostro. Resbalan por mi piel, mientras cierro los ojos sintiendo la lluvia que envuelve mi cuerpo en esta tarde de marzo. Pero no me importa. Ya nada importa porque he estado con Rodrigo y mi corazón vuelve a latir de esperanza, vuelvo a sentir, vuelvo amar... Incluso esta fría lluvia me revive después de estar tanto tiempo dormida indiferente a todo lo que sucedía a mi alrededor. Vuelvo a estar viva.

Adoro la lluvia...

Hace poco que salí de casa de Rodrigo; él y Guille se ofrecieron a acompañarme hasta casa. Yo me negué. Guille vive muy lejos y no quiero entretenerle y, con el mal tiempo que hace, no quería que Rodrigo empeorase, aunque después de comer ya se encontraba mucho mejor. De todas formas, tanto él como Guille tenían cosas que hacer y no quería molestarlos más. Los tres nos separamos unas calles atrás; por suerte, puedo orientarme gracias a Rodrigo no vive muy lejos de mi casa. Aún así, más de una vez he tenido que pararme en seco para pensar unos segundos en qué dirección continuar.

Los padres de Rodrigo fueron muy amables con nosotros, me reconocieron al instante y me preguntaron qué tal me encontraba. Y, junto con la comida, que fue bastante agradable, pasé una buena tarde en la compañía que más quería... Y, a pesar de todo, este día se ha convertido en el mejor de mi vida.

Saco las llaves de mi mochila y abro la puerta del portal. No tengo muchas ganas de entrar a casa. Cuando la llamé, mi madre estaba histérica y me dijo que volviese inmediatamente a casa; obviamente, le dije que no. La conversación no fue muy bien y, al final, acabé colgándola. No me siento orgullosa de ello. Ahora llega la hora de enfrentarse a las consecuencias.

Traspaso el umbral de nuestro piso, donde reina un silencio espectral. No es buena señal.

—Hola... ya estoy aquí —digo al aire.

Nadie me responde.

Sigo por los pasillos, con el paso vacilante hasta llegar al salón. Mi madre está sentada en su sillón habitual, mirando un programa de televisión pero, a la vez, sin ver nada en realidad. Sus ojos miran a ninguna parte, su semblante está inexpresivo, sus ojeras más marcadas, está más cansada, se nota que ha llorado durante muchas horas. Ahora, la culpabilidad me inunda, quisiera ir a abrazarla, a consolarla, a decirle cuánto lo siento, a pedirle perdón mil veces, a decirla que la quiero...

Pero, desgraciadamente, mi orgullo me impide hacerlo y yo no hago nada por remediarlo.

—Hola... —repito.

—No vuelves a salir, Alba. ¿Está claro? —responde tajante sin apartar la mirada del televisor— Y cuando salgas de clase, te quiero aquí inmediatamente.

No respondo, no sé qué responder, no quiero responder. Me da igual, no quiero... 

No voy a acatar sus normas, tampoco lo hacía antes del coma ni tampoco lo haré ahora. No quiero discutir; así que, sin decir nada, doy media vuelta y me alejo de allí.

—¿A dónde vas, Alba? —mi madre parece que comienza a reaccionar.

—Me voy.

—Alba, ni se te ocurra. Estás castigada. ¡Alba! Vuelve aquí ahora mismo.

Hago caso omiso y vuelvo sobre mis pasos cuando traspasé el pasillo, ni siquiera paso por mi habitación. No quiero estar aquí. Lo único que quiero es irme.

Lejos, muy lejos...

Aún sigo oyendo los gritos de mi madre provenientes del salón. No me retienen. Consigo oírla, levantarse del sillón y acelerar el paso antes de cerrar la puerta de mi casa tras de mí.

DespertarWhere stories live. Discover now