6. Leer

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Uno, dos, tres.

Tres largos días sin salir de mi casa. Encogida sobre mi cama, tengo los brazos en tensión, paralizados con Momo entre ellos, incapaces de soltarlo. La mirada perdida, la boca sellada. No respondo ante mi madre y el sonido de sus llantos retumba entre las paredes de la casa: la única macabra melodía de este refugio desolado.

Lo siento, mamá.

La vista se me desgasta de mirar constantemente la luz naranja de la farola que entra por la ventana. Sin embargo, no he llorado. No lloro. Y no lloraré.

Estaría mejor muerta

¿Acaso no lo estoy ya? Desaparecé, si es lo que quieren. Las palabras de ese tal Adri resuenan constantemente en mi cabeza. Tengo muchas preguntas cuyas respuestas temo saber. ¿Soy virgen? ¿Estaba enamorada? ¿Realmente tenía esas amistades? ¿Realmente esa era mi vida...? La realidad cobra peso a medida que los recuerdos, vagos y frágiles, van tomando consistencia en mi memoria. 

No puede ser...

Veo mi reflejo en el espejo que está en frente de la cama. Llevo días sin dormir, me niego. Cada día, las ojeras se hacen más profundas, las cicatrices más marcadas, mis cortos cabellos más desaliñados. 

Doy asco.

Cuando salí corriendo de los baños, huyendo de Adri y de todo lo que estaba atado a mí por ley de vida, la melodía de una canción se me vino a la mente que más tarde conseguí recordar.

Así que corre, corre, corre, corazón. 

De los dos tú siempre fuiste el más veloz. 

Toma todo lo que quieras, pero vete ya; 

que mis lágrimas jamás te voy a dar. 

Así que corre como siempre, no mires atrás; 

lo has hecho ya y la verdad me da igual. 

Corre de Jesse y Joy.

No dejo de reproducirla una y otra vez en mi cabeza. Quizá la escuchase en otra época, antes de mi coma; aunque no encaje en mi antiguo estilo de choni poligonera. Me pregunto por qué quedó grabada en mi memoria. Una suposición es que la escuchase a escondidas. Aún albergo la esperanza de que quedase un resquicio de bondad en mi antigua "yo".

Entonces, recuerdo un objeto que extrañamente echo de menos. Me incorporo un poco en mi cama y alzo la mano hasta la mesilla de noche. Abro el primer cajón, hay un montón de cables y cosas que al principio no reconozco, pero veo que todos son dispositivos usados y estropeados algunos; desde móviles obsoletos hasta Mp3 pasados de moda. Finalmente, encuentro el móvil que parece el más moderno y más nuevo. Una BlackBerry blanca con carcasa de topos negros olvidada entre los chismes polvorientos de este cajón.

Es mi smartphone, mi BlackBerry.

Intento encenderla. Imposible. No tiene batería después de tres semanas abandonada. Tras una búsqueda desganada de su cargador correspondiente en el cajón de los cables, la pongo a cargar. Espero. Reinicia. Y por fin, se enciende. El pin se escribe solo con mis dedos de manera automática, ni siquiera recuerdo la combinación. Sólo, la tengo grabada en mis falanges.

Me horrorizo al ver el tipo de canciones que se encuentran en Música del apartado Multimedia. Paso y paso el dedo por la tecla central pero nada, todas tienen el mismo género. Todas iguales. Todas horribles. Y, obviamente, tampoco encuentro la que estaba buscado: Corre.

Pero antes de que vuelva a apagar la BlackBerry, de repente, suena sin previo aviso a la vez que una lucecita verde parpadea sin cesar. ¿Qué ocurre? Es una notificación. Busco su origen, y encuentro un icono verde llamado WhatsApp. Lo abro.

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