10. Llamar

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  • Dedicated to Jorge Ramos Alcántara
                                    

Desde que salí del hospital, han cambiado muchas cosas. A la mañana siguiente de mi conversación nocturna con la doctora Iglesias, me dieron el alta y mi madre me trajo ropa limpia de casa. Tardó demasiado, por lo que supuse que también aprovechó para limpiar y arreglar mi habitación antes de que yo la viese. Volvió casi temblando, quizá por haber vuelto a ver el suelo encharcado con mi sangre.

Regresamos a casa y la habitación estaba colocada y limpia, aunque con un desagradable olor a lejía en el ambiente. El espejo seguía roto, pero sin trozos de cristal en el suelo; mi habitación parecía una estancia de la casa del terror. Aquella noche, dormí con mi madre, si aquello se le puede llamar dormir. Estuve abrazándola; a veces cerraba los ojos y los abría de inmediato cuando se formaba una macabra imagen, llamada pesadilla, en mi mente. Al menos, sentía el calor de mi madre y su protección.

Los días siguientes fueron una auténtica tortura. Tuve que volver a asistir al instituto, y las mañanas eran interminables. Rodrigo apenas me miraba, ni me hablaba; tampoco quería encontrarme con Guille, por miedo a que me volviese a preguntar por el hospital, así que, avergonzada, evitaba cruzarme con cualquier persona. No salía en los recreos debido a los acosos que recibía de Nerea y compañía. Las veces que podía, me encerraba en el baño, pero ellas me seguían y me insultaban detrás de la puerta o hablaban de mí como si no existiera. Aquello era un infierno, lo único que podía hacer era taparme la boca para silenciar mis sollozos y besarme la herida de la muñeca y con ello espantar de mi mente los pensamientos de volver a suicidarme. A menudo me saltaba las clases y los profesores comenzaban a perder la paciencia conmigo. En el aula me encontraba sola, totalmente sola. Pero lo peor, era mi preocupación por ocultar la marca roja de mi muñeca, encima de la venda me ponía todas las pulseras que podía además de camisas de manga larga y abrigos. A veces me escocía y no podía evitar recordar aquella noche impregnada de cristales rotos, sangre y lágrimas.

Por lo que, finalmente, mi madre y yo decidimos cambiarme de instituto.

Los trámites fueron largos y aún no está todo el papeleo resuelto debido a que era un recinto escolar concertado y dirigido (cómo no) por monjas; pero al menos pude dejar de ir a clase durante ese tiempo y esquivar así las torturas de Nerea.

Sin embargo, aquello no bastó para librarme de ella. Mi cuenta de tuenti quedó saturada de insultos y amenazas. La borré. Cambié de móvil y de número, y deshice todo contacto con aquel demonio. Aunque en el fondo sabía que aquello no era suficiente, pero al menos, era algo.

Como mi madre (y he de reconocer que al igual que yo), tenía miedo de que volviese a intentar quitarme la vida, creyó conveniente comenzar a solicitar ayuda psicológica. Una amiga de mi madre nos recomendó a una psiquiatra cerca del centro de Cáceres. Empezamos a ir las dos juntas en sesiones de una hora dividia en media para cada una. Había días incluso que le dejaba la hora entera a mi madre, creo que ella lo necesitaba mucho más que yo, y ni siquiera la música de ambiente de la sala de espera podía amortiguar los llantos de desahogo de mi madre. Mostré mi herida a la psicóloga y le conté todo lo sucedido, incluso me preguntó por mi vida antes del coma y, por primera vez pude sincerarme realmente con alguien. Acabó diciéndome que, debido al sufrimiento que me habían provovado la cadena de situaciones de dolor y estrés, la impotencia de no poder castigar esas situaciones terminó por hacer que me castigara a mi misma y, con ello, mi intento de suicidio. También me recetó un medicamento homeopático, y evitar la opción de enviarme antidepresivos; para estabilizar mis estados de ánimo. Me dio la opción de doblar la dosis si me encontraba bastante mal y hasta ahora he duplicado la medicación más de una vez, de todas formas, no servía para nada.

Al principio iba todas las semanas, después, los gastos fueron más evidentes e iba cada mes. No siempre aquello era un remanso de paz, muchas veces salía de la consulta llorando o con una sensación de vacío en mi interior y tampoco mi madre estaba del todo contenta (aunque mucho más estable) pues supongo que sentía culpable por no haber evitado que me autolesionase. A la larga, dejé de ir a terapia.

DespertarWhere stories live. Discover now