Prólogo: GAÑIDOS Y ZOZOBRAS

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El graznido de los cuervos acompañaba la caída de un sol rojizo que, avergonzado tras el tostado color de las nubes, trataba de huir de la terrible escena que estaba a punto de acontecer. Las olas crujían sin descanso, ávidas de advertir del peligro, diluyendo su voz entre las cortezas de los árboles que daban la bienvenida a su silencioso hogar. La carretera que se aventuraba bosque adentro estaba ya vieja, roída por el tiempo, la sal y la humedad, y la pintura del asfalto apenas era visible a simple vista. Sin embargo, sus pies jugueteaban, tratando de no salirse de una línea imaginaria que, tiempo atrás, habría señalado dónde comenzaba el arcén.

El silencio se hizo de golpe, siendo únicamente interrumpido por el lejano aviso de un motor ingenuo que cada vez sonaba más y más cerca. El joven alzó la vista en busca de la fuente de sonido y quedó irremediablemente deslumbrado por dos potentes faros de luz que le acuchillaron, sin piedad, la gélida mirada, achicando sus pupilas hasta casi hacerlas desaparecer y deteniendo, al instante, su juego de pies.

En tan solo un pestañeo, la luz se deshizo hasta quedar inerte, y la velocidad del coche se redujo paulatinamente quedando estacionado frente al muchacho con las luces de emergencia danzando en un constante parpadeo. Los cristales del vehículo se ocultaron tras los reflejos de la luz del crepúsculo, impidiendo ver el interior. Sin embargo, no pasó mucho hasta que la ventanilla comenzó a bajar, acompañada de un espantoso chirrido y filtrando así un discreto hilo musical que combinaba bastante bien con la sonrisa de la conductora que se escondía al otro lado.

—¿Estás bien? —preguntó—. ¿Necesitas ayuda?

Él la escrutó con la mirada, en silencio, y torció el gesto.

—Sí.

Su tono sonó inquisidor, tajante, inhumano, y la joven tragó saliva de forma sonora, reacomodándose en el asiento. Sus ojos se deslizaron casi sin querer hasta el espejo retrovisor para comprobar que sus hijos yacían dormidos en el asiento trasero. Y así era. Él mismo lo corroboró siguiendo la línea de su mirada, y encontrando así dos bultos inertes en la parte de atrás. Junto a la ventana una niña de apenas seis años dormía apaciblemente abrazada a un osito de peluche con la cabeza apoyada en el que sería su hermano, un joven adolescente que iba traspuesto en el asiento central.

—Y, ¿en qué puedo ayudarte? —soltó ella de repente.

La mirada del muchacho viajó sin prisa desde el asiento trasero hasta las cuencas encharcadas de la joven conductora.

—¿Has visto a mi hermana? —fue todo lo que respondió.

—No —se apresuró a decir, deseosa de zanjar aquel error—. Lo siento mucho. Me temo que no me he cruzado con nadie en todo el camino.

Los músculos se le tensaron y agarró el volante con fuerza, dispuesta a huir.

—Es una pena.

La voz del muchacho se deslizó como una amenaza silenciosa y se quedó ahí plantado en el sitio, acechándola con la mirada.

—Bueno —susurró ella—, tengo que continuar mi camino. Mis hijos...

—Me temo que no va a ser posible —la interrumpió.

La mano del joven se deslizó grácil hasta su espalda y, como si fuese lo más natural del mundo, comenzó a desenfundar una espada. El metal era puro tizne y humeaba al contacto con el aire, como si lo estuviera cortando a su paso. Ella, desesperada, apretó el acelerador con todas sus fuerzas pero, por mucho que las llantas se deshacían sobre el asfalto, el coche no se movió del sitio.

—¡Por favor! —gritó entre lágrimas—. ¡Déjanos ir!

—¿Mamá? —se escuchó provenir del asiento trasero.

La cabeza del hijo más mayor apareció al otro lado, rascándose los ojos, aturdido.

—No te muevas, cariño. No pasa nada —mintió.

Le devolvió la mirada a su secuestrador, que se erguía impasible junto a la ventanilla, blandiendo el acero casi sin ganas.

—¿Por qué nos haces esto? —imploró.

—Pero... —comenzó él, sin comprender—. Yo no estoy haciendo nada.

Levantó la espada lentamente, cortando una vez más el aire y provocando que un desagradable chorro de humo le cubriese el rostro, y apuntó hacia la parte delantera del coche.

—Son ellos —concluyó.

La muchacha torció el gesto con las mejillas empapadas en lágrimas y los ojos enrojecidos, rogando entre sollozos que aquello no fuese más que una terrible pesadilla. Giró la cabeza lentamente hacia donde apuntaba el filo de su destino y, cuando por fin los vio, lo comprendió: su final había llegado.


Las aves habían dejado de gañir,
las aguas ya no se atrevían a zozobrar
y en el oscuro silencio se podían oír
los gritos ahogados de sus vidas al zarpar.

La sangre de sus cordones
eran prueba de un crimen pasado
y, sin embargo, y sin perdones,
el joven siguió jugueteando.

¿A dónde vamos?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora