Capítulo 5: EL RELOJ ESCACHARRADO

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El azote del viento se convirtió en su peor enemigo, bailando a su alrededor en un zángano intento por evitar que se llevasen aquello que no les pertenecía. Sus soplidos estaban ávidos por empujarles de vuelta al mar en un entristecido ruego silbado que buscaba mantener el equilibrio de las cosas. Fue en vano, sin duda, pues la curiosidad de los muchachos podía hasta con el más temible de los ciclones y estaban dispuestos a luchar contra la mismísima naturaleza en pos de descubrir los secretos que aquel recipiente de madera ocultaba.

Sin embargo, el aire no había sido el primero en intentar detener aquel robo. Y es que, cuando todavía estaban desenterrando el tesoro, un cangrejo de tez rojiza y grandes ojos saltones, con muy malas pulgas, se había enfrentado a ellos dejando tras de sí algún que otro pellizco ensangrentado y arrancando, con ello, más de un grito de dolor. Había sido una batalla encarnizada que necesitaría de más de una tirita, pero tampoco había sido razón suficiente como para detenerles.

Su último rival no era otro que el mismo premio, el que portaban a volandas a duras penas. En más de una ocasión se habían tambaleado hasta casi caer de bruces contra el suelo y, solo con la inestimable ayuda de Ian, que les empujaba de tanto en cuanto a contra peso, habían sido capaces de mantener el rumbo. No tenían muy claro qué había en el interior, pero, fuera lo que fuese, pesaba como quinientas monedas de oro.

Un golpe sordo se escapó cuando por fin consiguieron soltar el cargamento en la parte trasera de la furgoneta. El trío respiraba de forma entrecortada, pesada, casi como si estuvieran a punto de exhalar su último aliento y ninguno fue capaz de decir nada. Los furiosos silbidos del viento sirvieron para acallar el quejido de Ethan que, en silencio, sufrió por los posibles desperfectos que el impacto pudiera haber ocasionado en su hijo predilecto, y un portazo mal sonado terminó de rematarle.

Los ojos se le abrieron como un resorte y acusaron con la mirada a Leo, que tan solo pudo responder encogiéndose de hombros en el sitio. No podía culparle, Céfiro no estaba de su parte.

—¿Lo subimos a la mesa? —preguntó Ian, ajeno a todo.

Esperaron a que Ethan diera el visto bueno y, cuando por fin lo hizo, a regañadientes, movieron el cofre con un cuidado quirúrgico hasta lo alto de la mesa. El más joven del grupo se abalanzó raudo sobre una de las banquetas y comenzó a trastear la madera sin esperar al resto, el dueño de la furgoneta se aventuró a la parte delantera para encender el contacto y así poder poner la calefacción, Leo simplemente se enrolló a la cintura una manta que encontró por ahí tirada para tapar sus vergüenzas y se desnudó como bien pudo para deshacerse de la ropa empapada. No sabía de quién era, pero ya pediría disculpas más tarde. Para cuando todos llegaron a la mesa, la temperatura ya era agradable y el relleno del asiento se adaptaba a sus cuerpos como si del mismísimo cielo se tratase.

Justo entonces se pusieron a husmear cada rincón del cofre como si les fuera la vida en ello en busca de una forma natural de abrirlo. Y es que, el hecho de que no tuviera cerradura les había llevado a la conclusión lógica de que debía existir un mecanismo oculto por alguna parte. En cualquier caso, ni siquiera tres pares de ojos y otros tres de manos parecía ser suficiente pues, por mucho que miraban y palpaban, no conseguían dar con la clave.

Un gruñido consumido por la falta de sueño se unió al estiramiento perfectamente coreografiado de Ethan, que alargó sus extremidades todo lo largas que eran tratando de restaurar sus energías. Oteó la estancia en busca de algo que le despertara su instinto más primario, aquel que le iluminara y le diera la idea definitiva sobre cómo abrir aquel tesoro, sin embargo, lo que se encontró fue algo muy diferente, inesperado incluso, y no pudo evitar que dos rojizos focos de calor se le pintaran en las mejillas.

—Leo... —susurró.

Su amigo le respondió con un sonido gutural sin siquiera girar la vista o abrir la boca, por suerte, Ian estaba tan concentrado que no le escuchó. Ethan, incómodo, se aclaró la garganta para llamar la atención de Leo, pero nada.

¿A dónde vamos?Where stories live. Discover now