155. La casa rosa

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 El alboroto de la feria murió, ya que Breogán se alejó de ella y pronto caminaba a lo largo de una calle cuya anchura estaba solitaria de gente. El silencio dominante se rompía con el resonar de sus pasos a través de la calzada y, a ambos lados, se erguían edificios que no guardaban demasiada relación entre ellos. Tal curiosidad me provocaba la sensación de que, en vez de nacer del orden, lo habían hecho del capricho.

Vi algunos de los rascacielos de cristal que antes mencioné y, junto a estos, me encontré con un edificio de mármol blanco. Unas escaleras conducían a la entrada, amenizada por una serie de columnas que representaban a hombres y mujeres, todos en cuero, los cuales aguantaban un tímpano. En el interior de este, un relieve desvelaba lo que creía que bien podría ser una batalla o, lo más seguro, una orgía.

Entre los edificios de la calle nacía naturaleza no ordenada: contaba con el bruto toque de lo salvaje, de las malas hierbas que crecían sin la preocupación de lo estético ni de la belleza que tanto anhela el ojo humano. Eran plantas poco amables, plantas que mostraban pinchos que hacían daño y sangre, plantas retorcidas y bárbaras. Pese a todo esto, en el abandono del orden natural había hermosura, entre la maleza destellaban flores salvajes de pétalos morados, naranjas, rojos...

La ciudad de Arboleda me resultaba extraña, aunque tal y como estaba de desmemoriada no tenía forma de saber si de verdad era así o mis observaciones eran infundadas. Quién sabe, puede que el resto de las ciudades existentes siguieran un orden semejante, aunque sería mejor decir desorden. ¿Quién era yo para juzgar?

Aunque he de mencionar que fantasmas de los recuerdos robados rondaban mi mente: imágenes de una ciudad consagrada a un orden de casas blancas y cuadradas, nada más que simples cubos. Desgraciadamente, al intentar cazar la memoria, esta se desvaneció entre mis dedos y me quedé con el anticipo de recordar, sin el placer de hacerlo.

La calle era ancha, amplia, inmensa y Breogán nada más que una hormiga, caminando por aquella soledad animada por las risas de los grillos, invisibles entre aquella naturaleza que brotaba sin cuidado de mano humana. Escasa gente se veía y las que había no eran nada más que siluetas, sombras en la distancia que tan pronto las distinguías, tan pronto se desvanecían, sin tiempo para ver ni su rostro ni su sonrisa ni su mirada.

La amplitud de la calle le proporcionaba una aura de serenidad, la escala te hacía comprender lo verdaderamente pequeño que eras. Pequeño, pero no insignificante: no me parece inteligente mediar la importancia de las cosas solo por su tamaño. A los ojos del universo, puede que no seamos ni siquiera una mota de polvo, ¿y qué importancia tiene eso?

Tenemos la suerte, algunos dirían la desgracia, de tener la capacidad de observar y comprender el mundo que nos rodea, por lo menos hasta cierto punto. Existimos y eso es lo vital, en este instante el corazón late en nuestros pechos y eso es tan magnífico como el sol que arde en el cielo o el girar de la galaxia que nos sirve de hogar.

Se escuchó un pitido que rompió mis pensamientos: un tranvía amarillo atravesaba la calle. En el centro de la misma había unas vías y a través de ellas circulaba el vehículo. En su interior, me fijé en una chica de curiosos cabello azul y gafas, que leía un libro con expresión concentrada. Al verla, no puede evitar sentir la picazón de una envidia sana, del deseo infructuoso de que algún día lograría llevar una vida tan normal como la de ella. Pronto, el tranvía desapareció en el horizonte de la calle.

Breogán se sacó del bolsillo una brújula y me di cuenta de que no era una normal. La aguja no apuntaba al norte, sino que giraba enloquecida e incapaz de decidirse a qué dirección señalar. Ante tal alboroto, había en el rostro del hombre una expresión indescifrable, de tal manera que en vez de rostro, parecía que era máscara.

—Este hombre busca algo para aliviar la sed que siente. Aunque el muy idiota ya debería de saber que es imposible hacerlo... Mira, puede que no pretenda hacer todo el mal que va a hacer, ¿pero tú crees que eso lo hace menos culpable? —preguntó Post.

—Si el crimen es lo suficientemente grande, poco importa sus intenciones —le dije, sin pensar demasiado en mis palabras —. ¿Qué es lo que pasa con esta brújula? No es una normal, ¿no? ¿Es como mi mapa?

Post asintió con la cabeza.

—Sí, es bastante parecido. Se puede decir que ambos apuntan a donde necesitas ir, solo que la brújula es bastante menos poderosa y no cumple su trabajo con tanta eficacia como tu Reliquia.

Quise reírme de la ridiculez que había dicho, pero la risa se murió en mi garganta. Me la toqué, la noté fría y eso me pareció algo raro. No, no había nada extraño ni peculiar en mí, al contrario: a cada segundo que pasaba me volvía más y más normal.

—Mi mapa no es demasiado útil. De hecho, es bastante posible que quiera matarme —comenté.

—Eso es debido a que no sabes utilizarlo, si aprendieras sería otro cantar —dijo Post y me miraba con una torva sonrisa en el rostro. Supe lo que significaba, que él sabía cómo ayudar y, pese a que intuía que no lo haría, le pregunté:

—Tú me puedes enseñar, ¿a qué sí? ¿Cómo puedo hacerlo? Dímelo.

—¡Estúpido aparato! ¡¿Cómo puedes ser tan inútil?! ¡¡Llevo semanas buscando a Belisa y no haces nada más que llevarme a callejones sin salida!! —gritó Breogán y lanzó la brújula al suelo con todas sus fuerzas.

No se rompió, se quedó intacta burlándose de las intenciones del hombre. Este lanzó un suspiro y desenfundó la espada que llevaba colgando del cinturón.

—Estoy cansado de ti. No me vas a llevar a dónde quiero ir, ¿no? Está bien, tu decisión. Pero yo también tomaré una: matarte.

Al instante, la aguja de la brújula se quedó parada. Breogán giró la cabeza hacia la dirección a la cual apuntaba: una pequeña casa que se elevaba entre dos edificios altos y orgullosos. La construcción que señalaba la brújula era de una humildad evidente: una casita de un piso que sobrevivía en mitad de la ciudad, con un curioso jardín delante en donde crecía un colorido tapiz de múltiples flores.

—Por fin... Por fin lo he conseguido. De esta vez es seguro: tiene que ser ahí en donde tienen encerrada a Belisa —dijo Breogán y enfundó la espada.

De inmediato, caminó en dirección a la casa. 



Las 900 vidasWhere stories live. Discover now