164. Corazón de hielo

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La desaparición de Posthumano significaba que me había quedado sin guía en aquel pasado creado a base de recuerdos. Ante su ausencia, me esperaba que la fraga se desvaneciera como si todo aquello no fuera nada más que un sueño. No sucedió, la oscuridad de la noche continuaba rodeándome e impregnando con su silencio la negra jungla.

Silencio roto por un ruido brusco, uno que se repitió una y otra vez. Pronto descubrí su origen: la niña balura tenía un dedo sobre el orificio nasal izquierdo y por el derecho expulsaba aire con fuerza, creando así este sonido. No solo lo hacía ella, sino que todas y cada una de las demás baluras la imitaban al tiempo que observaban el lugar por donde había desaparecido Belisa.

Los ojos de la niña brillaban de las lágrimas que de ellos manaban sin parar y no entendía ni por qué lloraba ni por qué todas las baluras provocaban aquel sonido. Puede que fuera la manera en que expresaban su desprecio hacia Belisa, pero eso no tenía sentido porque cuando ella había matado a la otra niña balura, ninguna de ellas dio muestras de hostilidad. Además, ella las había ayudado al matar al monstruo Pesadelo y parecía que iba a continuar prestándoles apoyo al atacar a los humanos que tenían secuestrado a aquel al que llamaban Papá.

La niña se limpió las lágrimas y el ruido cesó. En nada, la procesión avanzaba de nuevo a través del bosque, ahora sumido en un silencio que intranquilizaba. A pesar de que aquella era una noche especial, no era capaz de notar ni una sola pizca de alegría en el ambiente. En vez de eso, embadurnaba la fraga una sensación plomiza, una que desanimaba y provocaba que pensamientos pesarosos girasen en la mente.

En medio del bosque, surgió un claro iluminado por hogueras en cuyo centro se alzaba la estatua de una mujer de una altura tal que superaba las copas de los árboles. La representación se reducía a una cabeza pequeña carente de rasgos faciales, unos pechos grandes y una barriga que lo era incluso más. Allí en donde debería de estar el ombligo, horadaba a ras de suelo un agujero que se adentraba a las profundidades de la panza.

La niña saltó de la cabeza de Grixx y caminó en dirección a la estatua, todavía permanecía en su rostro la misma expresión seria de antes. Se dio la vuelta para observar a las demás baluras y esbozó una sonrisa de corta vida. Recorrió con la mirada el silencioso grupo y ninguna de ellas alzó la voz para decirle nada, siendo lo único que se escuchaba los tenues sonidos del bosque; el viento corriendo a través de las hojas, el curioso ulular de un búho y la extraña soledad compartida de aquella raza perdida. Al cabo de un rato, la niña se agachó para penetrar a través del agujero que conducía al interior de la estatua.

La balura de gran barriga arrastró una piedra en dirección a la boca del túnel por donde había desaparecido la niña. La intención me quedó bien clara: la iba a encerrar en el interior de la estatua y, por mucho que le diera a la cabeza, no era capaz de entender la razón de por qué lo hacía.

Me agaché y me apresuré a seguir a la niña, avancé a lo largo del corredor hasta salir a una sala de cuyas paredes colgaban las mismas esferas que había visto en las ramas de los árboles en el exterior. La luz que emitían era suave y creaban sombras que bailaban.

En el centro, se erguía con corta altura un pedestal de piedra en el cual reposaba un cuenco que contenía un líquido espeso. Su color carmesí me hizo recordar al corazón de Pesadelo, por lo cual pensé que era posible que tal cosa había sido utilizada para preparar el brebaje.

—No puedo tener miedo ahora, ¡tengo que ser valiente! —murmuró la niña.

Sentada con las piernas cruzadas en frente del cuenco, con una expresión de decisión en el rostro, cogió el recipiente y lo alzó unos centímetros en dirección a su boca. Se quedó unos segundos observando la tranquila superficie del aquel lago rojo y, de un impulso, se lo llevó a la boca. En unos pocos tragos se lo bebió.

Las 900 vidasWhere stories live. Discover now