174. Infeliz Parte I de III

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Él se creía un borracho feliz, un alma alegre que barrabunteaba a lo largo y ancho de la ciudad de Santiago de Compostela, disfrutando de la vida, exprimiéndola a lo máximo posible, bebiendo todo lo que podía, fumando hasta quedarse afónico y riéndose hasta que la mandíbula le dolía, burlándose de la miserable existencia de todos los demás ratones de oficina, que malgastaban sus vidas encerrados en trabajos inhumanos, junto a familias que en vez de amor, se procesaban indiferencia.

Él no era como los demás, él había visto lo absurda que era la realidad y había decidido que nada importaba. Él bien sabía que lo importante era disfrutar del segundo como si fuera el último que te quedaba de vida. Él era consciente de que una vez muerto, ya nada de lo que hubieras hecho en tu vida habrá importado una mierda y, por eso mismo, lo único que merece la pena es disfrutar del máximo en el maravilloso presente eterno.

De todas maneras, todo sueño necio acaba convirtiéndose en pesadilla real. La del hombre que se creía feliz, terminó una noche cualquiera, una que se convertiría en una de las más importantes de la historia. De sopetón, el desgraciado se encontró con su propio reflejo, el cual le devolvía la mirada desconcertada desde el escaparate de una tienda de quesos.

Un hombre gordo, de aspecto abandonado a su suerte, con un rostro escondido en una barba espinosa de la cual sobresalía una nariz, roja y venosa por el continuado consumo compulsivo de alcohol, noche tras día y día tras noche. Espantosa imagen que no hablaba de felicidad, sino de una mentira a duras penas sostenida.

A su alrededor, la ciudad vieja de Santiago lo rodeaba. Despojada de la máscara de la romántica belleza que el hombre ebrio le había otorgado, ahora se mostraba con toda la frialdad que era capaz de emitir esta ciudad de piedra. Una calle estrecha y alargada, de un aspecto pétreo que sentía como manos aferrándole la garganta.

¡No, no, no! ¡No podía ser él aquella persona miserable que vestía con harapos!

Él era feliz, de verdad que lo era.

Un gemido de lástima escapó de su boca, se frotó los ojos esperando despertar de aquella pesadilla.

Él era un personaje feliz y contento, que caminaba por la noche viviendo una vida que muchos ansiaban.

¡¡Era la envidia de los que se encontraba anclados a un trabajo aburrido y a una familia a la que odiaban!!

Familia...

Recuerdos sepultados se abrieron paso a la superficie: la sonrisa perfecta de su mujer, la insolencia de la hija mayor y la cobardía del pequeño, el cual se asustaba hasta de su propia sombra. Tembló, hacía mucho mucho mucho tiempo que no pensaba en ellos, ya que su existencia entera había estado centrada en vivir y olvidar.

¿Olvidar qué? ¡No lo sabía, no podía recordar!

Quería regresar junto a su familia y despertar de aquel sueño pervertido en el horror, le costaba respirar porque se acercaba un ataque de pánico. Largos dedos negros apretaban su corazón, incitando la oscuridad que nacía de su mente a cada segundo.

Quería regresar a casa y no sabía cómo hacerlo: era incapaz de recordar el camino de vuelta. ¿Cómo era posible? Las lágrimas brotaban de sus ojos, pero no le harían ningún bien. La tristeza de su interior era un océano y para liberarse de ella, debería de llorar un siglo entero.

Personas caminaban a lo largo de la calle, bien sabía que ninguna de ellas lo ayudaría. Todos llevaban el egoísmo por bandera y, al mirarlo, no veían nada más que un despojo humano. Además, no estaba seguro de que verdad fueran humanos: en vez de cabezas, había garabatos de líneas negras en continuo movimiento.

Durante unos momentos, el hombre estuvo seguro de que se encontraba en el infierno. Sufriendo para toda la eternidad, por todos los pecados que había cometido, pero al pensarlo se dio cuenta de que eso no tenía ningún sentido: él no había cometido ningún crimen, él era inocente de todo, los culpables eran los demás.

Sus manos no estaban manchadas de sangre, sus manos nunca habían estrangulado a nadie.


¡¡NUNCA!!


En medio de los extraños, descubri el rostro claro de una persona conocida. Nada más verlo, supo de quién se trataba: su hijo, ya desaparecida la cara infantil que, a base de alcohol, había querido olvidar. Habían pasado demasiados años, tantos que su retoño ya era una persona adulta. Caminaba con un móvil en la mano y un gesto de aprensión en el rostro, arrastraba los pies con el ánimo destrozado.

La visión de una cara conocida lo envalentonó, puesto que comprendió que aquella era la única manera de recuperar aquella vida desperdiciada en las calles nocturnas de la ciudad. Se acercó a él, con la esperanza martilleándole el corazón, acompañada de la sensación de que todo iba a ir bien. Sonreía, incluso cuando se puso al lado de su hijo, y farfulló unas palabras.

El futuro que le esperaba estaba más que claro: su hijo se pondría contento por haber recuperado a su padre. No le cabía duda, su desaparición seguramente le había causado un gran dolor, siendo la única cura el reencuentro con su padre.

Además, su hijo también lo ayudaría. Gracias a él, lograría escapar del agujero lleno de fango en el cual estaba hundiéndose cada vez más y más. Al escuchar las palabras que el padre había pronunciado, el hijo levantó la cabeza del móvil y lo miró durante unos segundos eternos. Al final, dijo lo siguiente:

—Tome, buen hombre.

Y le puso en la mano una moneda de diez céntimos. Acto seguido, se dio la vuelta y se marchó sin mirar ni una sola vez para atrás. El hombre se quedó temblando en mitad de la calle, con la mirada borrosa por lágrimas: su propio hijo no lo recordaba, su propio hijo se había olvidado de él.

Miró la moneda que sostenía en la mano, borrosa por su continuo llorar. Comprendió que no había nada que recuperar, ya que lo había perdido todo y el único camino que le quedaba era quitarse la vida.

En seguida supo como hacerlo: iría a la estación de trenes y se lanzaría en frente de uno cualquiera. Esperaba que hubiera mucha gente, puesto que aunque su vida había sido poco destacable, esperaba que por lo menos su muerte quedara grabada en la mente de, al menos, un centenar de personas.


Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora