167. Un pequeño mundo

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 Alarico me había preguntado si lo iba a ayudar y me quedé en silencio, pensando en cómo responder mientras le daba los últimos sorbos a la taza de café. Antes de nada, tenía bastante claro que no confiaría en él de nuevo. ¿Cómo podría? Sería estúpido por mi parte hacerlo, sobre todo después de que me confesara que me había manipulado y mentido desde el primer momento en que nos conocimos y, lo más seguro, es que lo iba a hacer de nuevo. 

De todas maneras, decirle a la cara que no iba a ayudarlo podía ser peligroso. Él era más fuerte que yo y, literalmente, podía matarme con un solo chasquido de sus dedos. Así que decidí que lo mejor era seguirle la corriente, recuperar mis memorias y encontrar la manera de escapar del hotel.

—No voy a decir que te voy a ayudar si ni siquiera sé lo que quieres que haga —le dije y una sonrisa grande como un mundo apareció en el rostro de Alarico, quizás creyéndose que eso era indicación de que pensaba ayudarlo.

—¡Por supuesto! Te explicaré con todo lujo de detalles sobre lo que tenemos que hacer para lograr abrir la Puerta Negra. Sé perfectamente que empezamos con mal pie, ¡pero estoy seguro de que esto será el inicio de una bonita amistad!

Lo miré incrédula, sin saber si las palabras que decía eran sinceras o, de nuevo, quería engañarme.

—Antes de entrar en el tema, ¿por qué no comemos algo? Después de haber pasado tanto tiempo dormida, seguro que estás hambrienta, ¿no?

—No, prefiero que me lo cuentes de ahora mismo —dije y me levanté del sillón.

De inmediato, mi visión se oscureció y sentí como me caía al suelo. Antes de pegarme el golpe, Alarico me cogió en brazos y me dirigió una sonrisa tan encantadora que a mi anterior yo le hubiera derretido el corazón.

—¿Seguro que no quieres comer algo?


Comimos al lado de la playa, protegiéndonos del sol gracias a una gran sombrilla de azules y rayas blancas, cerca de un bosque de árboles que agitaban sus ramas al son del suave viento. Entre las flores zumbaban las abejas y se escuchaba el cantar de un solitario grillo, perdido entre las malas hierbas de la naturaleza. El lugar era agradable y, no obstante, yo era incapaz de disfrutar el momento.

La comida resultó ser una pasta con salsa de tomate picante y unas albóndigas de un pequeño tamaño, acompañado de un vino tinto, del cual Alarico se sirvió copa tras copa. Su sonrisa se hacía más grande a cada sorbo y su conversación más extensa, lo cual contrastaba con mi silencio y mi rictus serio.

Alarico hablaba sobre las películas que más le gustaban: la gran mayoría de acción, explosiones y tiroteos. Después, se pasó un largo rato hablando sobre un videojuego de coches de carrera al cual estaba enganchado. Me confesó que las noches anteriores se las había pasado hasta altas horas de la madrugada, sin poder despegar las manos de los mandos de la videoconsola ni la mirada de la pantalla del televisor. Además, también estaba leyendo un libro de fantasía, cuyo argumento trataba de un grupo de aventureros que debía encontrar una armas sagradas para derrocar al villano de turno. No entendía por qué me contaba todas esas nimiedades y, la verdad, no hice nada para intentar comprender al mouro. Permanecía en silencio, esperando que fuera al grano y, como veía que no lo hacía, le acabé preguntando:

—¿Me vas a explicar de una vez cómo quieres que te ayude?

—¿Ahora? ¿No quieres otro café? ¿Un postre?

Lo fulminé con la mirada.

—No, no quiero nada de eso. Quiero que me expliques de inmediato cómo pretendes que te ayude, ¿entiendes? Si continúas perdiendo mi tiempo, me iré. Por lo que tengo entendido, tú me necesitas, ¿pero yo te necesito a ti? Esus es el que tiene mis recuerdos y puede que él conozca alguna manera de levantar la niebla.

Las 900 vidasWhere stories live. Discover now