Capítulo 4

153 34 12
                                    

No sabía a dónde ir.

No tenía amigos, la única era Alba pero tenía la entrada prohibida a su casa. Su madre me odiaba y no dejaría que pisara esa casa por nada del mundo.

La noche estaba cayendo, hacía frío y la batería de mi teléfono se había agotado. Esa valentía que tuve cuando salí por la puerta de mi casa cayó en picado y ahora tenía que reconocer que estaba muriéndome de miedo, pero no volvería.

Comencé a llorar mientras caminaba por ese jardín oscuro. Tan sólo era una chica de dieciocho años que extrañaba el cariño de su madre, los abrazos del padre que alguna vez tuve y que me abandonó, necesitaba el beso de mi abuela en la frente, las historias de mi abuelo... Pero todos ellos se habían ido para siempre y tenía que aprender a vivir con su ausencia.

Y no podía, me hacía la fuerte pero en realidad todo me pesaba demasiado.

Lloré con más ganas cuando recordé a Emily. En esta situación la habría llamado y ahora estaría en su casa con una taza de leche caliente, arropada bajo sus sábanas y con ella frente a mí esperando a escuchar lo que me había pasado.

Pero ella también me dejó. Todos lo hacen, todos me abandonan.

Sin rumbo caminé hasta las afueras de Seattle. Aún faltaban unas cuatro horas para que amaneciera y todo estaba oscuro, silencioso y desierto. Había un local abierto y aunque sabía que era de esos donde los hombres van a babear por las camareras y las prostitutas caminan por allí buscando ganar dinero, fue el único sitio que encontré para arroparme del frío de la madrugada.

El interior olía a tabaco y a sudor. No había mucha gente, sólo unos cinco hombres de unos cincuenta y tantos, dos camareras y tres chicas bailando en el pequeño escenario. Ni siquiera se escuchaba la música.

Le pedí un café a una de las chicas bajo la atenta mirada de ese hombre que me acosó nada más entrar. Terminó acercándose a mi lado en la barra.

—¿Qué hace una chica como tú a estas horas, en un sitio como este? —preguntó.

—Problemas familiares. —respondí.

El hombre canoso y con una barriga que parecía de trillizos observó mi bolsa de deporte sobre mi regazo.

—Yo también me escapé de casa con tu edad. —dijo.

Asentí y dirigí la mirada a la camarera que me daba la taza de café. Le pagué al momento.

—¿No tienes dónde dormir?

—En realidad ahora vienen a buscarme. —mentí. —Mi novio vive cerca de aquí.

El hombre asintió y dejó de hablarme. Yo observé cómo se metía la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una bolsita. Esparció el polvillo blanco sobre la barra y dibujó dos líneas. Mis ojos se abrieron de par en par como si estuviera viendo un bocadillo de jamón después de haber pasado hambre tres días.

Esnifó una de las líneas por la nariz y luego me miró.

—¿Me dejas algo? —le pregunté, arrepintiéndome enseguida.

—No debería, pero parece que lo necesitas y a mi me sobra. —dijo haciéndose a un lado.

Fue su invitación para que me acercara, entonces lo hice y agaché mi cabeza hacia la barra de madera. Esnifé el polvillo y luego suspiré.

—Gracias, esto me ha venido mejor que el café. —dije y el hombre se rio.

Me picaba la nariz y estuve casi diez minutos respirando profundamente para que el maldito polvillo desapareciera de mis fosas nasales.

If not for youWhere stories live. Discover now