Acusación Capítulo III

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La mejor forma para llegar a la Capital era por la vía de las penas, que estaría vigilado por la enorme cantidad de fieles que irían a la procesión para acompañar a la santa. "Pero este año no habrá santa a la que rezar" pensó con malicia Asdras, regodeándose con la idea de los cobradores y sacerdotes desesperados por no tener a su estrella.

Asdras logró eludir las zonas más transitadas del viaje, pero se preguntó también, ¿no sería obvio evitar esos lugares? Los acusadores negros, de seguro, irían a buscarle en esos parajes olvidados. Era una posibilidad que tarde o temprano averiguaría. De momento caminar esas sendas le servía para ocultar también a Crisanta, que pese a estar en una caja, su halo destacaba y brillaba. El caballero no logró deshacerse de aquella cosa.

—Hey, Asdras —le llamó Crisanta desde dónde estaba escondida—. ¿Seguro que estás vivo?

Las burlas y provocaciones de la santa dejaron de ser constantes.

—¿Estás tan aburrida? —le preguntó de manera irónica Asdras, ahora era su turno de molestarla.

—Ni siquiera tengo fuerzas para contestarte —le respondió ella—. Ni se te ocurra morir antes de llegar a Loria, y que mi cabeza se quede en algún camino olvidado.

—¿No te cansas de darme buenas ideas? —dijo riendo Asdras.

—Te detesto tanto —se escuchó como resoplaba desde dentro de la caja.

—¿Por qué no tratas de dormir un poco? —dijo de manera irónica Asdras.

—¡¿Te burlas de mí?! —gritó Crisanta—. Lo intenté dormir, pero no hay cuerpo al que descansar, no tengo hambre, porque no hay estómago al que llenar, no tengo sed, porque no hay nada que saciar. ¡Te maldigo, Asdras! Si me querías hacer testigo de tu muerte, me hubieras dejado mis manos para que, al menos, yo tuviese el placer de ahorcarte.

Asdras no pudo evitar soltar una carcajada muy fuerte.

—Una santa que mata, nunca esperé ver eso.

Siguieron recorriendo caminos, pero de a poco, las verdes praderas se iban convirtiendo a rocosos yermos, dónde la vegetación apenas crecía. Una zona árida que Asdras rememoraba. Un pueblo pequeño y empolvado, como algún objeto viejo que se quedó en un estante, olvidado por todos, por la Iglesia, los santos. Alejado de la luz del sagrado halo.

No lo dijo en voz alta, pero se sentía en casa, pues, había crecido en un entorno similar, trabajando en la granja de sus abuelos, dónde todos los ahorros eran destinados a la paga de favores... "Qué ingenuo había sido", pensó para sí mismo.

—Estás muy callado —dijo Crisanta rompiendo su silencio—. ¿Dónde estamos?

—En uno de los tantos lugares que no conoce la Iglesia —le respondió.

Para su sorpresa, Crisanta no le contestó. Pero era mejor, no quería provocar que hablara de más.

Asdras se acercó a un anciano a pedirle agua.

—¿Qué haces por aquí? —le preguntó el hombre—. ¿Te perdiste del camino?

—Quise venir al pueblo —le dijo Asdras.

El anciano que estaba barriendo su entrada soltó una carcajada y dio un pisotón que levantó una nube de polvo.

—Aquí no hay nada —dijo él—. Ni siquiera tenemos un templo, o estatuas a las que rezar. La Iglesia las retiró todas cuando no fuimos capaces de cumplir con los favores.

—Les abandonaron... —dijo una Crisanta con hilillo de voz.

—¿Qué? —preguntó el anciano tratando de averiguar de quien era la otra voz.

Devuelve mi CabezaWhere stories live. Discover now