Los Flagelados Capítulo VII

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Asdras continuó decapitando las estatuas más pequeñas, solo quedaba la más grande, la del primer santo, cuando fue interrumpido por varias figuras que llegaron.

Aquellos vestían unas túnicas raras, pues, sus pechos y espaldas quedaban desnudos, mostrando cicatrices. Algunas de estas sangrando y otras ya cicatrizadas. Se cubrían la cara con máscaras plateadas, rostros serenos que aguantaban cualquier dolor.

Los flagelados eran los que velaban por la seguridad de Carcosa, y tenían por costumbre autoflagelarse para mostrar su fe. También eran ellos los que azotaban a los creyentes que fueran a ser merecedores de castigos.

Asdras los encaró empuñando su espada.

—Asumo que llegaron los flagelados —dijo Crisanta desde dentro de la caja.

No le respondió.

Asdras recibió un rápido latigazo directo a su mano, que lo hizo perder su arma. Luego otros dos enroscaron sus látigos en torno a sus brazos para inmovilizarlo, un tercero, corrió y se apuró a despojarlo de su peto.

—Maldito —rugía Asdras tratando de liberarse.

El resto de flagelados tomaron sus instrumentos y todos, al unísono, descargaron sus armas contra la espalda de Asdras.

El restallido de diez látigos y el grito de dolor de un hombre, eso era todo lo que se escuchaba en la plaza.

El Obligador con las manos rotas se levantó con ayuda de un flagelado.

—Pagarás con tu vida —hablaba con dificultad—. Para demostrar a las personas, que les pasa a los se revelan en contra de la Sagrada Institución.

El dolor que sentía Asdras era indescriptible, sin embargo, después de escuchar aquellas palabras sabía que no tenía que emitir sonido alguno. Moriría, pero lo haría en silencio.

Asdras se levantó mientras seguía recibiendo latigazos, no moriría en aquel lugar, no frente a esta gente. Necesitaban un símbolo, alguien que luche por ellos. Asdras jaló de los látigos que le estiraban de los brazos, los flagelados que lo estaban agarrando perdieron el equilibrio. Se liberó finalmente.

Uno de sus contrincantes trató de azotarlo, pero Asdras usó su brazo para que el látigo se enrollara en torno a él y estiró de él. El hombre fue arrastrado y cayó por las escaleras.

Asdras corrió hacia los demás, a uno le estampó una patada voladora, a otro le soltó dos puñetazos que lo despojaron de su máscara. A un tercero le golpeó tan fuerte en el estómago que escupió sangre, que salió por la boca plateada de su careta.

Aun así, Asdras estaba en desventaja y sin su arma. Algunos se lanzaban a por él tratando de cortarle con sus dagas, otros atacando en la distancia con sus flagelos.

Hasta que llegó el capitán, un hombre más alto que el resto, con una máscara dorada y con dos látigos llenos de espinas. En una sacudida de su arma cortaba y pinchaba. Asdras recibió su ataque en su pecho, se levantó, pero estaba sangrando.

Asdras tomó el látigo de espinas con las manos, clavándoselas. Y trató de estirar de ella, pero, no logró desequilibrarlo. Y solo expuso más su costado a otros golpes.

—Tu fuerza es grande, caballero —dijo el capitán—. Pero mi fe es más grande.

Y dio dos poderosos ataques de los cuales Asdras no pudo esquivar, lanzándolo hacia el borde del escenario dejando un rastro rojo.

—Por fin vas a morir —dijo Crisanta con alegría desde dentro de la caja.

—No lo haré —dijo Asdras hincándose en una rodilla.

Devuelve mi CabezaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora