10. Cuando el tecolote canta, el indio muere II

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Todavía no llegaban sus papás, era momento de irse. Acordaron con Lupita de verse en la entrada del estacionamiento subterráneo, la única salida sin vigilancia a la media noche. Ordenó y guardó su ropa en la mochila de forma que pareciera que estaba arreglando sus útiles, todo por la bendita cámara de seguridad, ubicada sobre el ventanal que separaba el balcón. Le dio un último vistazo al reloj y, aun con el calambre paralizante en sus tripas, se echó la mochila a la espalda y corrió escaleras abajo, rumbo al punto de reunión.

Imaginar la vida junto con su nana le llenó el rostro de sonrisas. Ya no estaría solo. Por fin podría disfrutar de su calidez sin preocuparse de los reproches de su mamá y tampoco los de su papá después de haber sido informado de la falta filial. Lo que sí extrañaría del lugar serían sus caballos, especialmente a Viento, un potrillo apenas apto para caminar y del cual se desharán una vez descubran su ausencia. El pulso del corazón lo sintió en la garganta al tiempo que un escalofrío le recorrió de pies a cabeza, la emoción le dejó un mal sabor de boca. Temeroso, apretó el paso.

Por las noches, la hacienda que lo vio crecer le resultaba irreconocible. Los amigables trabajadores se convertían en personas hostiles y vanidosas que no dudaban en propinar golpes a quien desafiara alguna indicación, en caso de que ese alguien fuera parte de la familia de su padre, se limitaban a dedicarle miradas ponzoñosas. Ignacio lo experimentó en varias ocasiones, pero la verdaderamente aterradora ocurrió en la primavera de hace nueve años, su imprudencia lo hizo meterse a una de las tantas bodegas construidas dentro del estacionamiento subterráneo, ya que la mañana siguiente era cumpleaños de Griselda y quería regalarle dulces, pues durante las eternas comidas de los fines de semana, los amigos de su papá se la pasaban pidiéndole de los dulces que surtía a socios desconocidos y que justamente los guardaban en ese lugar.

El miedo vibraba en cada poro de su cuerpo e iba en aumento sus latidos ya desbocados conforme acercaba su mano a la puerta de los refrigeradores. Apenas sus dedos rozaron la manija recibió un empujón que lo hizo trastabillar y caer sentado, desconcertado, miró a su presunto agresor. La cicatriz en el rostro del sujeto lo paralizó, nunca había visto algo como eso. Si tenía tiempo de haber cicatrizado no parecía, la piel estaba enrojecida y abultada, lo cual asemejaba sangre seca, al menos desde la posición de Ignacio. Tenía forma de un arañazo con algún arma corto punzante, la cual pudo estar oxidada y ocasionó una fuerte infección que nunca se trató, de ahí el tono y la mala homogeneidad de la piel. «Largo o te cortaré en trocitos que luego me comeré como si fueran pan», le dijo el trabajador al oído. No recuerda cómo llegó a la cocina junto a Lupita, mucho menos el momento exacto en el que se hizo pipí, pero aquello que lo acompañaría toda la vida sería el apestoso aliento del hombre y la sensación de quemarse vivo por dentro.

Toda la escena se repitió en sus pensamientos una vez estuvo frente a la puerta que lo separaba del estacionamiento. Empezó a picarle la mano y a replantearse si valía la pena entrar ahí. «Eres un hombre, ya no te pueden hacer daño con facilidad», se animó y cruzó el umbral. Del otro lado lo recibió la colección de carros de su papá y la poca iluminación. Sujetó las tiras de la mochila y siguió avanzando en zigzag, cada ruido extraño, por mínimo que fuese, lo ponía en alerta, tardando más de lo supuesto. Sólo faltaba subir las últimas escaleras y por fin tendría la libertad a su alcance. Sin embargo, ver a Lupita sujetada por el cuello a la vez que le apuntaban a la cabeza con una pistola, le quitó el aliento.

—Nana... —susurró, aún incrédulo de lo cerca que tuvieron su autonomía.

Quien mantenía inmóvil a la pobre mujer le conocían como Chancho, por su barriga en forma de balón de fútbol americano pero triplicado su tamaño. El brillo que surcaba su mirada le indicó a Ignacio lo pendejo que había sido.

—Íralo, vos Chancho, a los que menos esperábamos aquí, quisieron fugarse como pedo del culo —dijo con sorna la sombra que secundaba al aludido—. ¿Qué pedo, mi Nacho? ¿Apoco seguís creyendo que por ser el hijo del patrón puedes hacer lo que se te pegue tu rechingada gana?

A veces es difícil respirar (borrador)Where stories live. Discover now