17. El canto de las sirenas

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Su ensoñación se vio interrumpida por las voces dentro de su cabeza llenas de reproches. Mantuvo los ojos cerrados, perdiéndose en la oscuridad que sus párpados le brindaban, allí imaginó el rostro de su papá: las canas que poco a poco se fueron situando sobre su frente, los párpados caídos que aunque sonriese le dieron un aire melancólico y sus inconfundibles lunares que formaron un bonito triángulo en su mejilla izquierda, cerca de su boca, sus brazos medianamente torneados, sus manos ásperas por el exceso de trabajo, su colmillo chueco y salido que le daba una expresión graciosa cada que se reía a carcajadas, la diferencia de estatura que le producía seguridad a la hora de caminar a su lado, y el rico aroma que provenía de su piel con el jabón de uso diario, porque en sus posibilidades nunca pudo comprar ningún tipo de perfume. Se aferró a esa imagen mental y decidió recordarlo así, feliz y radiante, lleno de vitalidad.

Continuó tumbada un largo rato y luego se dirigió a la habitación de Leoncio, a buscar sus pertenencias más preciadas para acomodarlas dentro de la caja, junto a él, de forma que se sintiese menos solo en el viaje al inframundo como la historia que le contaba todas las noches antes de dormir cuando era una niña. Decía que debían recibir a la muerte como una vieja amiga y sonreírle antes de emprender el viaje a un par de pasos detrás de ella. Abrió el cajón prohibido del buró a lado de su cama, había una foto familiar que no volvió a ver después de la mudanza de Madero, la sonrisa de su papá resplandecía al igual que la de su mamá, ambos acariciaban el vientre abultado de ella y se miraban a los ojos entre sí. Se veían enamorados. Tomó la foto con delicadeza y la puso sobre el buró, lo siguiente en sacar fueron sus lentes, un álbum de fotos de ella y, en el fondo, la cadenita de plata con un crucifijo repleto de piedras preciosas que iban de tonos celestes casi blancos a un azul marino, una joya demasiado linda para haberle pertenecido a un hombre, así que supuso que era de su mamá o algún regalo que su papá no pudo entregarle.

A lo lejos un constante tintineo que se detenía cada tres tonos comenzó a fastidiar la perspicaz audición de Andrea. Miró a su alrededor, supuso que provenía de su habitación, pero al salir al pasillo supo que era de abajo. Descendió a paso lento las escaleras, estaba sola, las llamas de las veladoras eran la única luz que acompañaba a su papá, el resto de la casa yacía sumida en las tinieblas y el frío que no dejaba de anunciar la llegada de diciembre. Agudizó más sus sentidos y esperó los siguientes tres tintineos, cayendo en cuenta que aquello que producía incomodidad era el zumbido de la nota contra la madera de la caja donde descansaba su papá. Alzó el ramo de peonías y la casa volvió a estar en silencio, el tintineo disminuyó su volumen y el zumbido desapareció. Observó palmo a palmo el ramo, parecía igual de normal que el que ofrecían los vendedores ambulantes, pero fue cuando lo sacudió que se desprendió un aparato circular del tamaño de la cabeza de un alfiler y un MP3 más pequeño que el de ella. Se agachó, cuidando no perder el equilibrio, con la mano que tenía libre tomó ambos objetos y los escrutó intentando adivinar el objetivo de cada uno, entonces los tres tintineos volvieron a reproducirse, era el dispositivo circular. Lo dejó en el suelo y lo aplastó con el pie sin contemplación, en cambio el MP3 desplegó sus alas de curiosidad, pero sintió que darle play a lo que sea que contuviese arrebataría la calma de los espíritus que rodeaban el altar de su papá.

Subió las escaleras de dos en dos y buscó los audífonos que seguían conectados a su MP3 en el interior de su gaveta. La voz de su papá inundó sus tímpanos. Grave y varonil, como la recordaba, su corazón dio un vuelco y por poco se atraganta por la sorpresa, las lágrimas tampoco se hicieron esperar. Oyó atenta cada monosílabo, frase u oración de su voz. Todo. Pegó el aparato a su mejilla y lo apretó entre sus manos, buscando, en su delirio, hallar el torso de su papá y estrecharlo con devoción y añoranza; la exigencia de sus lamentos comenzó a dificultarle respirar y de pronto un estallido proveniente del audio. Y silencio..., un silencio sofocante. Volvió a darle play. Las palabras de su papá tomaron sentido y entendió lo que sucedía en ese momento, también reconoció el timbre de la otra voz, era inconfundible, desde pequeña la había escuchado, incluso padecido con los arrebatos que tenía a la hora de insultar a su buen amigo Rogelio. Apretó la mandíbula, las venas de sus sienes poco a poco se fueron marcando a la piel. «No tengo interés de pelear, sino desde el principio hubiera acabado con el mocoso», dijo Calderón y Andrea se preguntó quién era "el mocoso". Los sonidos de la maleza agitada por el viento y el crujido de las hojas siendo aplastadas por aquel que caminaba, pudo ser su papá o el desgraciado ese, era lo único que escuchaba, y nuevamente su papá habló, por inercia agudizó los oídos. «Me equivoqué. Ahora te pido que nunca vuelvas a su vida. Haz como si nunca existió, de lo contrario me asegurare que te arrepientas», finalizó, estoico, como siempre fue. Otra vez pisadas y de pronto cinco detonaciones. La sangre se le heló al igual que el aliento; cayó sentada sobre la cama, incrédula y agobiada por el descubrimiento.

A veces es difícil respirar (borrador)Where stories live. Discover now