13. Es mi hija, después de todo

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—Basta, Sofía. No voy a dejar a Andy con esos médicos para que hagan con ella lo que quieran —dijo Leoncio con el semblante desencajado de enojo.

Llevaban una hora discutiendo sobre la condición de su hija, que a él no le resultaba extraña, pero a los ojos prejuiciosos de un ejido lleno de padres de familia ignorantes, sí. ¿En serio preferir jugar en solitario, quedarse viendo fijamente o no responder cuando te hablaban era un delito? No. No para un hombre que adoraba a su hija. Pero sí para ella, una mujer que pone mucha atención a la opinión de los demás.

—Aunque te esfuerces en pensar que es normal, ¡los dos sabemos la realidad!

—¿Qué buscas? Trato de entenderte y no puedo. Habla, explícate. Créeme, necesito saber qué pasa en tu cabeza.

El labio inferior de Sofía tembló. La forma de ser de su marido, tan transparente y sumisa no la reconfortaba para nada, al contrario, se sentía como un pez en la orilla del mar, agitándose desesperadamente en tanto trata de regresar a su zona de confort.

—¿Sabes cómo me siento con las miradas encima? ¡Me acusan de tener el vientre podrido!

Supo que fue un error haber dejado la puerta abierta en la conversación tras las palabras de su mujer. Dio un golpe a la mesa de madera que los separaba.

—¿Dices que nuestra hija está podrida? ¿Te estás escuchando, Sofía? —Frotó sus facciones endurecidas, buscando calmar el fuego dentro de él—. Mi cachorra y tú son el regalo que la vida me dio. ¿Y qué si tiene autismo? ¿Eh? ¿Por eso es menos que los demás niños? Eres su mamá, yo soy su papá, lo único que nos debe interesar es el bienestar de Andrea. ¿Por qué te preocupas por ellos? ¡Ni siquiera te dan de comer!

El reproche tocó su corazón como un tornado, fisurando su ya herido orgullo. Amaba a su princesa, pero, para su infortunio, también era un claro recordatorio de las fallas familiares a las que estaba sujeta pese haber preferido el calvarico camino de la mano de su marido. El fantasma de su abuela autista, el hermano al que su padre privó de la vida por heredar la misma condición y ahora su princesa. ¿Acaso de esa familia sólo la abrazarían calamidades?

«Si hubiera seguido el camino de la vida que papá planificó para mí, ¿algo habría sido diferente?», se planteó en silencio. Desvió la mirada al café que seguía en busca de calma luego del manotazo en la superficie de madera. El sentimiento de deslealtad hacia su verdadera familia le estrujó el corazón, y el tirón, además, le robó el aliento.

—Ay, Dios. Lo siento. Ustedes también son mi todo, lo siento. —El rostro de Leoncio se volvió borroso de tantas lágrimas que se acumularon en las cuencas de sus ojos—. Necesito un segundo. Dame un segundo.

Ni bien puso un pie lejos del comedor, se arrepintió. En el umbral esperaba su princesa, sus ojos oscuros la observaron llenos de amor y respeto, algo que la sumió otro poco en el remordimiento. Acarició su cabecita colmada de esponjosos rizos y huyó a la calle, porque de quedarse otro rato, moriría asfixiada, contrario a su esposo que acurrucar a la niña lo reconfortó.

En el cuello de su papá, una Andrea de cuatro años, enterró su rostro, mientras chupaba su dedo gordo con gran necesidad como si de este fuera a extraer toda la sangre de su pachoncito cuerpo. No entendía el significado tras las voces golpeadas de sus papás, pero en su pecho se alojó una extraña brisa fría que de igual forma experimentaba las veces en que la profesora Martita la mandaba al rincón del aula.

Tales incidentes como aquel empezaron un mes después del primer día de escuela. Exactamente un par de días posteriores a la junta de padres de familia que figuró un domingo. Marta cumplió los caprichos de algunas madres dignas, que en cuanto vieron la conducta poco usual en la pequeña Andrea exigieron alejarla para que lo que sea que tuviera no se les contagiara a sus hijos, en lugar de llegar a un acuerdo en el que tanto esas madres como los padres de la niña afectada se sintieran cómodos. Sin embargo, la presión de mujeres furibundas contra una docente poco experimentada y de mente débil definió el sendero sobre el acantilado en el que tuvo que caminar la familia Montero Santos debido, también, a la falta de escuelas y recursos para llevarla a un kinder de la cabecera. Los señalamientos y castigos infringidos fueron moldeando las reacciones defensivas en la niña. Ahora los demás no se le acercaban por su tendencia a morderlos o golpearlos, lo que igualmente generó descontento y disturbios expuestos en las juntas siguientes. Así fue como un miércoles de marzo Sofía recibió la sugerencia de llevar a su hija al doctor y exigir una solución, pues de otra manera tendrían que dar de baja a la niña. La impotencia tiñó su rostro de rojo, buscó entablar algún tipo de diálogo con el director de sesenta y tantos años, pero la respuesta fue la misma.

A veces es difícil respirar (borrador)Where stories live. Discover now