16. Cabos, tornillos, ¡un desastre!

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La única luz en la oficina era la que se colaba debajo de la puerta, iluminando escasamente los zapatos de uno de los cuatros personajes que prescinden la urgente reunión. Pocas veces se daban, ya que evitaba cualquier riesgo a sus negocios.

Tres de ellos eran los líderes, esperaban sentados en sillones de cuero la noticia que el subordinado, de pie cerca de la puerta, catalogó como foco rojo. El de ojos gatunos le dedicó una mirada amenazante, indicativo de que el momento de hablar había llegado.

Sobre la mesa de centro dejó una carpeta llena de fotografías.

—Ella es el cabo suelto que hace falta ajustar —aseguró. Se lamió los labios antes de sonreír.

§

La casa estaba envuelta en un silencio melancólico. Los cuadros que colgaban de las paredes y juguetes que adornaban los muebles se guardaron en la habitación de Andrea. Debía parecer un lugar lúgubre, según las creencias católicas. La alegría no tenía permitido habitar aquellas cuatro paredes.

El día que supo del fatídico destino que se llevó a su papá no pudo evitar berrear y maldecir todo a su alrededor, incluso llegó a quedarse sin aire de tanta majadería que escupió. Todo se vió consumido por las llamas de su dolor y rabia, ya ni siquiera le importaron las marcas rojizas de las manos de Fernando que quedaron grabadas en su piel con la intención de frenar los arrebatos de ira que tenían de objetivo dañarse a sí misma, de hecho, en más de una ocasión fue él quien recibió todo ese cúmulo de emociones, ya fuese en forma de bofetadas o golpes en el pecho que con el paso de las horas se volvieron moretones. Gustavo también trató de intervenir, pues la forma en que logró el otro hacerla ceder le generaba una sensación extraña en el pecho, no obstante, en cada intento la respuesta de Andrea era más agresiva. Al final tuvieron que sedarla.

Los preparativos fueron modestos. Fernando se encargó de rentar algunas sillas y Gustavo del café y aperitivos a ofrecer a aquellos que quisieran escuchar el rezo y dar sus condolencias. Los asientos sobraron y en consecuencia todo lo demás. Aquellos que se presentaron fueron colegas del difunto y su jefe, quienes dejaron jugosos obsequios monetarios con Gustavo, debido al estado indispuesto en el que seguía sumida Andrea.

Apenas pudo mirar el rostro hinchado de su papá dentro de la caja, le pareció un desconocido que compartía algunas similitudes. El corazón se le hizo en un puño y las lágrimas continuaron adornando sus mejillas y labios, de vez en cuando se sorbía la nariz y evitaba que los mocos se escurriesen. Trató de atender a los primeros invitados de la noche pero le sobrevino un intenso ataque de ansiedad: su cuerpo entero temblaba sin control. Fernando actuó rápido y la llevó a su habitación, donde la abrazó con tal de evitar que ingiriera más calmantes. Sabía lo contraproducente que era su consumo excesivo. Frotó sus brazos y la arrulló tarareando una de las melodías que le llenaban de paz, Long, Long Time Ago, se titulaba. Pocos minutos después consiguió calmarla. La arropó e iba a dejarla descansar más sus manos envueltas en uno de sus brazos lo detuvo.

—Quédate —suspiró.

Volvió a su lado. Permanecieron tumbados y acurrucados en la pequeña cama individual. Él no dejó de acariciar sus cabellos.

La calidez de aquellos brazos la empaparon del amor que en ninguna otra realidad volvería a experimentar. Por escasos minutos se decía a sí misma que todo aquello se trataba de una pésima broma orquestada por su papá y al segundo siguiente chocaba con el muro de la realidad, las minúsculas burbujas de ilusión colisionaban unas con otras y las gotas que descendían por los aires se terminaban adhiriendo en su rostro al grado de volverse en desgarradoras lágrimas acompasadas con un llanto igualmente desgarrador. Prefería embotar sus sentidos con el efecto del calmante que le dieron en la casa de Fernando.

A veces es difícil respirar (borrador)Where stories live. Discover now